Ingen Nikoj
La Madre y Maestra decía que “el espectáculo es un ritual religioso” y yo nunca he sido quién para cuestionar la sabiduría de mis mayores.
(Soy muy bueno siguiendo instrucciones).
Si el Teatro fuese una religión, quisiera ser su más fiel devoto.
Entraría en su sacerdocio y acumularía todos los puntos necesarios para ir al Cielo de Actores. Ese donde nunca se te olvidan las líneas y jamás pierdes la voz el día antes del show. Donde no es necesario gritar en camerinos “¡Mucha mierda!” porque los errores nunca suceden y las luces nunca se apagan antes de tiempo.
(Crucen los dedos, mi gente, quizás sí logramos entrar).
En este escenario no se rinden penitencias a un mundo que no te acepta. Se encuentra libertad entre vestuarios y diálogos. Entre los gritos y las risas, cargando el corazón del público en la punta de la lengua.
Porque no se trata del aplauso, se trata de la gente.
Esa que se esconde detrás de una máscara, dando la actuación de su vida para poder traer pan a la mesa. Quienes se aferran a un personaje porque les recuerda a si mismos. Quienes se dejan conectar las fibras del corazón para formar la melodía que provocan las palabras en un guion. Esa gente que es humano primero y público segundo.
Hay gente que es mucho más que eso. Personas que son experiencias y nunca podrán ser duplicadas. Porque las palabras fallan en explicar la grandeza de estar a su lado y escucharles hablar.
Gracias, Victoria, que por tu lucha me puedo llamar actor. Soy capaz de transformarme bajo las luces, intercambiando las máscaras de la experiencia humana que nos conectan en este plano terrenal. Soy arte encarnado, libre y sin filtro. Tu espíritu rebelde plasmado en cada teatro de Boriquén.
Prometo darle mi vida entera a este templo en madera.