Por Danicha Guerrero Álvarez
Agua que castiga; maldito seré para siempre
La lluvia es mi esclava y la eternidad me vio crecer. Fui un dios cuando los hombres aún temblaban y se postraban ante el resonar de mis inminentes truenos. Pero ahora, ¿qué soy para ellos? Si enseguida ven acercarse un cuadro de cielo renegrido, osan ocultar sus rostros para no sentir mis ternezas divinas. Tanto así, como si las lloviznas hirieron a muerte su hipocresía. Ellos se mojan en las playas y se esconden del celeste a lugares secos para cubrirse de las gotas. Insípidos de carne y huesos, quienes crean controlar lo incontrolable. En esa imagen —acuosa por naturaleza de nube—, caí en una estatuilla de piedra. Mi esplendor sellado en cuerpo de tótem terrenal, mi temple forjado bajo milenios de mudez, esperando… —porque esa es la penitencia de dioses malditos por los titanes—.
Filiberto no fue más que uno entre las pilas amontonadas. Un curioso coleccionista de figura ingenua, sin la remota idea de a quién daba permiso a posar en su casa. Me acomodé entre su sótano, debajo del desagüe que me daría la libertad de despertar como su igual. Primero le otorgué tiempo, —pues nadie puede ir al Seol sin oportunidad—, y luego, consumí su alma al cabo de drenar todo su espíritu.
¿Qué le dije a Filiberto?: «No te vayas, porque estamos unidos y ni siquiera el mar puede ser tu escapatoria, puesto que es mi mejor aliado». De tal forma el océano te hizo mío, y él mismo te devolvió muerto como recompensa a tu desobediencia. Ahora soy en vida tu otra mitad, esto, hasta que tus huesos se pulvericen en nuestro pequeño secreto subterráneo y yo vuelva a la normalidad concreta. Para entonces, ya vendrá otro a tomar tu lugar. Siempre viene otro.
… ¿Oyes eso? Alguien se acerca y está abriendo la puerta.
—¡Ah mira, qué hermosa figurita!
Me río porque el ciclo nunca muere. Solo cambia de tejido. Y yo… jamás dejo de llover.
