Por Jeslian R.M.
Tienes que orar todas las noches.
Tienes que ir a la iglesia.
Tienes que ser buena.
Reglas y más reglas
me repetía mi padre,
y las seguía al pie de la letra.
Hablaba con un Dios que no atendía a mi voz,
con un Dios distante,
un Dios resignado a darme algo.
Me perdí sin saberlo.
Dejó de importarme lo que era correcto.
Busqué paz en un mundo
que no puede darla,
mientras mi alma seguía gritando:
Dios, Dios, Dios.
Estaba muerta, ya no sentía.
La vida no tenía significado.
Me rendí, lloré, reclamé.
¿Dios, por qué nunca estás?
Entonces, con el amor y paciencia
que no merecía,
me envolvió en sus brazos y dijo:
“Aquí estoy, siempre he estado”.
Por primera vez lo sentí,
por primera vez lo supe real.
Era Dios quien hablaba con una chica que no atendía a su voz,
con una chica distante,
una chica que se negaba a entregarle nada.
Entonces quise orar todas las noches,
quise ir a la iglesia,
quise ser buena.
Quise ser la hija de Dios.