Por Ema Córtiz
En octubre de cada año, en mi escuela elemental en el pueblo de Humacao, ocurre un fenómeno que atormenta a los estudiantes, capaz de parar toda actividad escolar incluyendo las clases. Los gritos, el corre y corre acompañados del llantén indican solo una cosa, han vuelto los payasos. Fantasmas gigantes con los rostros pintados, de calzados enormes y ropa colorida, capaces de aparecer y desaparecer a través de las paredes y el suelo, llevándose a los niños en contra de su voluntad para comérselos. A este día del mes, el cual nunca coincidía en un número en específico, le llamábamos “La Payasada’’.
Recuerdo estar en primer grado, acababa la clase de matemática para dar comienzo a la merienda, cuando de repente, los gritos de los estudiantes se apropiaron del plantel. Corrimos de lado a lado ya que, si nos quedábamos mucho tiempo en el mismo sitio, podríamos ser atrapados. Los maestros no podían controlar el caos ni el miedo. Mi salón hogar y yo esa mañana nos asomamos en las dos puertas del salón para ver qué sucedía. Sin percatarnos, nos habíamos unido al pánico colectivo que rondaba por la escuela. Corríamos de un lado a otro de cada diez a quince segundos, algunos gritando, otros llorando, lo importante era no ser atrapado. En la oficina de la directora hacían filas para llamar a sus padres pidiendo que los rescataran. Todos los años pasaba igual, pero cada vez sentía menos miedo. Ya había sobrevivido a esto, dándome la confianza de que estos fantasmas eran muy lentos para agarrarme.
Llega otro octubre, esta vez estaba en sexto grado. El mes va por su última semana y aún no aparecen. Decidimos crear un grupo anti payasos. Nos encargábamos todos los medios días de buscarlos hasta que aparecieran. Todo esfuerzo fue nulo: ni en la rampa, ni en los árboles, ni en ningún recohueco de la escuela encontramos tan siquiera una pista que nos llevara a ellos. Frustrados, sentados en el bohío ubicado en el centro del patio, uno de mis compañeros comenzó a reírse como quien se trama algo.
–Síganme el juego –nos dijo entre una risa traviesa. –¡Payasos, payasos! –salió corriendo, gritando por cada puerta de los salones anunciando que habían aparecido.
Vimos como el desorden y el caos iban en crescendo. Nos miramos, reímos y salimos corriendo a cada esquina a gritar convencidos que nos iban a raptar y comer. Fue en ese momento que entendí que nunca pasaba nada, siempre fue una simple payasada.



