Emmanuelle Alejandro Soto Ríos
Mi madre calentaba la leche y lo hacía girando sus dedos en ella, como niño que hace remolinos en una alberca. Ella parecía una damisela, joven y cautelosa, pero cargaba en los átomos de su cuerpo una silente fiera que ninguno de mis hermanos y yo hemos tenido que ver. Ella se encargaba de cada uno de nosotros, como una jardinera que atendía sus flores. Al ser el más pequeño de todos, era el primero en acaparar su presencia. Cuando saca el dedo de la leche, sonríe, y me entrega una botellita caliente. Su rostro es semejante al sol, pero no ciega, calienta. Yo la conozco por su nombre de Mami, pero hay quienes la llaman Liza.
Una vez termina de velar que tome hasta la última gota, me recoge y me ubica en un rectángulo cubierto de pelaje y sábanas que me relajan. Luego, entre mis sueños, oigo que se levanta mi hermano; uno de los mayores; y se sienta a observarla mientras recoge los alrededores hasta que ella le ordena que ayude. Mi hermano es alto y encorvado como una rama antigua. Es por eso que nuestra madre lo agarra por la espalda y lo endereza. Después de haber hecho de todo, le pone un plato en la mesa y, como si hubiera estado en el viento, recoge de las partículas de luz una llama que ubica sobre el pollo crudo que está en el plato. La llama danza sobre el pollo y, como huracán que se desata sobre una isla, ella calienta y cocina la comida. Mami pasa a besarle la frente a mi hermano y él recuerda acomodarse y sentarse derecho.
Continúo soñando, pero siempre presente, escuchando a mi madre y sus quehaceres. De la puerta de atrás sale mi hermana mayor. Ella pisotea con intensidad y reclama que la abracen. Mami, con su paciencia, extiende sus brazos como dándole bienvenida a un pasajero. Ella reposa sobre su hombro derecho y Mami le susurra al oído que el bebé está descansando. Mi hermana me observa, me saca la lengua y entre quejas comenta que ya hay demasiados niños en la casa. Se sienta con actitud encima de la mesa. Mi hermano come tranquilo mientras mueve su cabeza de lado a lado como si bailara a una canción que solo él escucha. Mi hermana lo observa con impaciencia. Coloca su mano sobre la mesa y de momento dos hielos danzan de sus dedos congelando todo lo que tocan. Ella sonríe con picardía. Mi hermano hala el plato antes que lleguen a él y abriendo su boca sopla unas hojas que le cortan la cara a mi hermana. Mi madre, que prefiere que nunca la molestemos, observa con gracia lo que ocurre y sin interrumpir mi sueño, alza sus manos y emite una luz que ciega a mis hermanos. El hielo de mi hermana se derrite y mi hermano cierra su boca. La luz poco a poco calienta sus pieles y ambos salen de la mesa y pasan a abrazar a mi madre, quien poco a poco se calma. Luego de que ella recupera su forma humana, mi hermana pasa a verme. Mi hermano me recoge de la cama. Nuestra madre, que está en su estado paciente, pasa a encerrarse en su habitación. De mi cuerpo sale una sombra que acapara todo el ambiente y mi hermano sonriente exclama: “¡Se hizo de Noche!”