Diego Díaz
A medida que los engranajes giran
y las nubes se apartan mostrando el sol desnutrido
en el barrio de Santurce, los robots marchan en fila con ojos vidriosos
y bocas de cadenas,
brazos de espirales y tubos manchados
ellos son la clase baja, de un planeta hecho de bronce y metal,
Sueñan con engranajes que nunca se oxidan.
Los humanos ahora viven en un teatro rodante,
vagando sin rumbo a través de un sol hambriento.
Escondiéndose del ocaso,
sin clase a la que pertenecer, sin audiencia que los vea.
Son los fantasmas de un sueño roto,
sin propósito ni dirección,
bailan para el funeral del sol.
Avivando sus llamas moribundas.
Los robots miran, sus ojos nublados mesmerizados
ansiando la libertad del teatro rodante,
plantando la semilla del arte para que el próximo sol
se alimente de ella,
algo que los robots no pueden comprender, aún así,
lo único más fuerte que su miedo a lo desconocido
es su curiosidad,
acercándose para su primera actuación.
Encuentran consuelo de libertad,
una chispa de vida en su mundo oxidado.
En el escenario, los humanos realizan su espectáculo más vendido
los robots se unen.
Sus cuerpos de acero ligeros como plumas,
movimientos precisos bailando en sincronía,
cada giro, cada salto, chispas,
por un breve tiempo, ya no son de cables y hierro,
sino de carne y hueso.
Los humanos saben que este espectáculo no es para ellos,
pero en el baile de los robots, encuentran el teatro rodante que avanza,
sus ruedas chirriando,
dejando tras de sí un rastro de sueños y esperanzas,
los robots vuelven a sus filas, a su rutina sin alma,
pero en sus circuitos, la chispa de la libertad aún baila.