Miriam Damaris Mardivino
Llevaba dos largas horas pensando mucho, ya aburrida. No entendía qué hacía sentadita aquí. Su oficina estaba llena de cuadros; diplomas en cristales, de esos que tienen los mayores. El reloj marcaba la hora del recreo y se detenía cuando me sumergía en las fotos. Estaba en una silla alta, en donde no podía alcanzar el suelo y no me podía balancear. Tenía muchas fotos de su familia, de su esposo y de su hijita como de mi edad. Parece que otras familias son felices.
Estaba aquí sentadita y no había nadie en la escuela que me hiciera testificar lo que había hecho. La consejera escolar decidió sacarme del salón de clases para tenerme detenida aquí cuando todo lo hice por el bien de nosotros; especialmente de mi papá, mi papito. Pero no debía hablar, no podía; era parte del plan. Siempre pensaba en que si lo que dijera, sería más inteligente que mi silencio. Mi papá decía que si no tenía nada que decir no dijese nada; y todo lo que decía mi papá estaba correcto. Mi padre era el más alto y guapo de todos. Olía a mar, y sus pantalones de mezclilla goteaban los rastros de que había creado un mundo nuevo en algún canvas. A veces las palabras se me escapaban:
—Dibuja una casa nueva —le dije—, en donde mamá no exista o sea diferente; algo así como rubia, que huela bien y me escuche mis poemitas. Una mamá linda que cante, que camine bonito, y que deje que tú la beses sin ganas de vomitar.
Yo quiero una mamá que baile, no que se esconda debajo del lavamanos para recoger las lágrimas del baño y ponérselas en los ojos como gritando enfermedades que dan miedo. Una mamá que me peine el cabello sin decir que no sabe de dónde salió tanto pelo malo; <<del mar>> le explicaba mi papito, y que yo era hija de Yemayá y que los caracoles estaban en mi cabello, libres. Que no me molestara, que yo era así; como él, como abuelita. Nunca mencionaba a mamá, así supe que quizás ella no era mi madre, o que la podía cambiar. Eso me daba esperanza. Los pantalones raídos y la guayabera blanca de papá hacían juego con su amplia sonrisa y su boca que se abría solo un poco, y solo decía cosas bonitas.
—Lía Sofía es mágica, tiene mucha imaginación —decía papá a todas las personas sin saber que yo, con tan solo seis años, lo salvaría de su destino.
Llevaba dos días completos planeando nuestra nueva vida. Lo preparé todo y desde la mañana le hice varias preguntas a papá:
—¿Cómo te gustaría que fuese mamá?
Él se reía, y con eso entendí que le gustaría una mamá alegre, y así fui recopilando información. Viviríamos en una casita que papá había pintado al lado de los pescadores; una casa de madera donde había pintado, además, lluvia en el techo. Él decía que si la lluvia se escuchaba en el techo, no harían falta las palabras, porque la lluvia y las palabras eran casi lo mismo; sin embargo, en una casa llena de cemento, lejos del mar, no se sentía la lluvia. Papá decía que de pequeño él tenía pollitos, gallinas y un jardín. ¡Hasta vacas! Sus hermanas no tenían dinero para usar las pantimedias y el vestido gigante que mamá me ponía para la iglesia. Yo le decía: <<las medias pica-pica>> y me las quitaba. Mamá me decía que yo traía el diablo, y le creí.
En esa casita hacía falta una mamá, y mi primer día en primer grado supe quién sería; pero me tomó dos largas semanas asegurarme de que ella era la correcta. Así que la hice pasar por diferentes pruebas:
Prueba No. 1: Me quedé mirando el abanico del salón de clases con los ojos muy abiertos hasta que me empezaron a nacer lágrimas, como mi mamá hacía cuando se escondía debajo del lavamanos para que mi papá le hiciera caso. Lloré, lloré fuerte y duro, y ella se acercó con su cabello rubio, su piel blanquita, y su olor a mujer que va al beauty salon y no cocina en la casa. Me dijo:
— ¿Qué te pasa, bebita? ¿Por qué lloras?
—No sé —y comencé a llorar de verdad porque no sabía por qué lloraba ni qué decirle.
—No te preocupes, a veces es bueno llorar para limpiar los ojos —expresó mientras me secaba los ojos con su pañuelo.
Le dije que una señora que vivía en mi casa limpiaba sus ojos debajo del lavamanos.
Prueba No. 2: Otro día dibujé a una familia, y fue aquí donde le confesé mis intenciones. Era una casita como la de papá, pero hecha con las crayolas marca Crayola para que perduraran en el papel. Casi no me salía de la línea que yo misma había hecho. Después, en vez de dibujar a la señora debajo del lavamanos, dibujé a mi papá, a una señora alta, rubia, elegante, y a una niña con los pelos de caracoles. Le pregunté qué pensaba, y me dijo que era el dibujo más bonito que había visto. Ahí supe que sería mi madre. Le gustó mi casita, le gustó mi papá, y le gusté yo.
Prueba No. 3: La última prueba fue para sorprenderla. Me aprendí un trabalenguas y después de poner mi cara frente el abanico para soltar las lágrimas (como la señora de debajo del lavamanos), “Misi” Arroyo me puso atención. Esta vez pude decirle que mis lágrimas eran de amor y que quería decir un trabalenguas para que los niños me quisieran. Ella sonrió y paró la clase. Me sentí importante, me sentí la más importante. Ya no sentía que mi pelo fuera malo, ni que era la feita del salón. Y dije el trabalenguas:
Pica pica la pelota,
la pelota sí rebota.
Si no rebota es que está rota.
Lo dije rapidito y todos aplaudieron. “Misi” Arroyo sonrió, y ahí supe que sería mi mamita. Entonces, sí, lo hice. Pero no podía decir que fui yo quien lo hizo, así que me quedé calladita, como el día que me tiré un pedo y culpé a mi hermana; pero esta vez era por el bien de mi papá. Tenía un plan y tenía que funcionar.
Seguía sentada en la oficina con los cuadros de la familia feliz y el reloj que no avanzaba a tocar el timbre. La consejera escolar y la directora murmuraban mi nombre. “Misi” Arroyo estaba afuera, imagino que esperando que mi papá llegara para ser mi nueva mamita. Mientras yo dijera que no fui yo quien lo hizo, todo funcionaría. La consejera escolar tomó una carta que habían encontrado en el escritorio de “Misi” Arroyo y dijo:
—¿Estás segura de que tú no escribiste esto?
—No —dije muy segura.
Me presionaron tanto que ya estaba mareada, pero tenía que seguir, así que solté:
—Fue el papá de Lía Sofía.
—¿Por qué hablas de ti en tercera persona? —cuestionó la consejera.
—Yo soy una —repliqué.
No sé cómo lo descubrieron. La consejera leyó en voz alta la carta que tenía el olor de la colonia de mi papá (imposible descubrirme):
Querida Misi Arroyo,
¿Quieres ser mi esposa?
Sí ____
No ____
Te ama,
El papá de Yara
Creo que supieron que fui yo porque mi color de crayola favorito es el azul.