Por Ester M. Montano Díaz
¿Cómo se indaga en la memoria un relato lejano? Admito que no recuerdo lo que comí ayer, pero puedo saborear el arroz con gandules de mi madre con tan solo pensarlo. Huelo hasta el sofrito, hecho con su propia receta, y las hojas de recao entre el arroz. Recuerdo el frío húmedo de la casa de mi abuelo en el monte, que olía a un closet olvidado entre tantas memorias guardadas dentro de cajas de cartón donde habitan ropas tendidas, cargadas de polvo y abrazos del ayer. Es decir, algo debe tener un encuentro en mí para poder quedarse en el recuerdo. Este relato es uno de esos algos.
lunes, 28 de julio de 2025
8:51 pm
Se acercaba el final del verano y el sol declaró que era un tiempo oportuno para una limpieza de sal. Fui con mi esposo a la playa Punta Salinas en Levittown, Toa Baja, a quitarnos de encima la pata del elefante laboral y despreocuparnos de las cuentas que habíamos pagado el fin de semana. Al llegar, el vaivén de las olas era una canción de cuna que nuestras almas ansiaban por escuchar y el susurro del viento se enredaba en las pencas de las palmas que se erguían a nuestra izquierda. Pronto, nos dimos un chapuzón en aquellas aguas mansas.
Pasamos todo el día allí, embadurnándonos de besos soleados y sal, quemándonos las plantas de los pies con el calor de la arena, encontrando caracoles y alejándonos 一apenas一del área urbana para reconectar con la magia insular. A la puesta del sol, decidimos que nuestro día no acabaría ahí. Queríamos disfrutar de la vida estrellada, aunque sabíamos que los postes de luz no permitirían notarla en su máxima expresión. Nos conformamos, entonces, con las calles angostas y las estrellas impostoras del Viejo San Juan.
Siendo natal del extremo noroeste del área metropolitana de Puerto Rico, ir a dar vueltas por el Viejo San Juan no es una oportunidad que se da constantemente. Se debe aclarar, que este rincón sobrepoblado de gringos ha dejado a los comerciantes con ojos de vendas color verde. Sobrevaloran un sándwich de jamón, queso y huevo, vendiéndolo a $13.00 y sin ensalada… encareciendo la vida para los locales y, como en el barrio Machuchal en San Mateo de Cangrejos, hoy llamado Santurce, expulsándolos de sus hogares. Aparecerse por el Viejo San Juan resulta ser un acto de resistencia; resistencia como en el verano del 2019, en la Calle Fortaleza. Resistencia para luchar por nuestra gente, que merece desayunar en la seguridad de su hogar, sin la preocupación de que no haya ensalada o que un toldo azul filtre las gotas de una lluvia ácida, una lluvia-opresión.
Tan pronto encontramos un espacio para nuestro auto en el estacionamiento La Puntilla, al lado del Paseo de la Princesa, nuestros pies comenzaron un juego con los adoquines desnivelados. El andar se interrumpió por la aparición de una gata tricolora.
—Ps, ps, ps, ps —le llamó mi esposo y la gata viró sus bigotes hacia otra dirección.
Terminó acercándose a él, quien se mantuvo en cuclillas. Ella recibió caricias y, como agradecimiento, mordió la mano de mi amado. Una típica actitud de felino nocherniego para decir “¡Ey! Ya está bueno”. A pesar de hacerlo de manera inherente, fue ver al pueblo rajar la papeleta como si atacaran un color que no les gusta y eligieran a su favorito o el de sus padres, o abuelos, o bisabuelos, o…
Avanzamos nuestro rumbo para ejecutar el fin de nuestra misión de dar una vuelta por el Viejo San Juan, o que este nos diera vueltas a nosotros. Pasamos un apartamento pintado de un amarillo soleado con un balcón de verjas verdes, en la esquina de una calle que, de pronto, no me interesé en observar. Nos percatamos de un señor mayor que regaba sus macetas floridas, posiblemente, como parte de una rutina. Más adelante, llegando a la Plaza Felisa Rincón de Gautier, frente a la Calle del Cristo y la Catedral Basílica Menor de San Juan Bautista, que además es la segunda catedral más antigua de las Américas, escuchamos un llanto que se guindó de nuestro pecho. Sonaba la melodía sutil de un señor de cabellera gris, quien tocaba las cuerdas de su guitarra clásica a ojos cerrados. Era él y el peso de la nostalgia, como si hiciera un repaso de una intimidad que solo está al alcance de sus cuerdas.
Finalmente, llegamos a El Batey Bar, que estaba más arriba de la plaza. El lugar estaba repleto de una algarabía de firmas desde el piso hasta el techo, en todas las paredes y de todos los ángulos. Fue como entrar a un callejón escondido donde los artistas y grafiteros vandalizan las paredes con su libertad de expresión. Tenía lámparas colgantes con guindalejos de papeles, incluyendo dólares que se mecían con el flujo del viento fresco, como un baile en serenata nocturna. Nos sentamos en la barra, al lado de dragones de tabaco que humeaban el lugar. Era hermoso, con todo y olor a cigarrillos, con todo y algarabía.
Ordenamos dos tragos y observamos al cantinero, que tenía una cadena gruesa que conectaba desde la nariz hasta la oreja. Un tipo de joyería darks que hacía buen juego con el resto de su vestimenta negra. Nos entregó dos vasos de cristal con el espíritu del Don Q, uno de parcha y el otro de limón, ambos con jugo de cranberry y hielo. Mientras tomábamos, el alcohol transitaba por nuestras venas, como un conductor cuando tiene prisa y todos los semáforos tienen luz verde. Luego, un gato gris y blanco se subió a la barra, pero fuimos los únicos en reaccionar.
—Se llama Cleo —nos explicó el cantinero al notar nuestro encanto (sí, amamos a los gatos).
Aprovechamos el intercambio para preguntar por la réplica tridimensional casi exacta del bar que vimos en una vitrina, sujetada de la pared al otro lado del local. Aprendimos que fue un regalo del artista Alberto “Betto” Gómez Irizarry, quien frecuenta el lugar.
En el camino de vuelta al estacionamiento, vimos a otro músico. Este practicaba tocar una flauta con música instrumental de fondo y nos detuvimos para escucharle un rato. Cuando bajamos por la Calle Recinto Sur, nos topamos con el mismo apartamento de la esquina donde estaba aquel señor regando sus plantas. Nos percatamos de que había una única silla en el balcón que, por alguna extraña razón, tuve que detenerme a observar. Parte de mí sabía con certeza de que el señor jardinero se sentaba solo en esa silla. Tal vez, apreciando un pocillo en la mañana, tal vez, imaginando lo que pudo haber sido su vida si hubiese perseguido un sueño que terminó perdido en la intención.
Me pregunté cómo debía verse el mundo desde aquella altura. Tal vez, se imagina sobando a una gata tricolora en cuclillas, o sentado en una plaza tocando una guitarra. Tal vez, se piensa sentado en una barra, tomando un trago con la compañía de un gato y escuchando sobre la obra de un gran artista. Tal vez, observa las protestas del pueblo y, por su condición cronológica, no puede formar parte del bullicio. Tal vez, raja la papeleta con ganas de un cambio. Tal vez, una silla en el balcón es su mejor forma de resistir. Fotografié aquella escena y me declaré que, a veces, el infinito se encuentra en la silla de un balcón.