Un pote de pastillas con algunas pastillas encima de la tapa

La niña en el ático

"Me acosté a esperarla"

Miguel E. Fiol Elías

En Epifobia City, 1938, en un pueblito del medio oeste de EE.UU.

Bajé del ático para tratar de tomar café y hablar con mi papá antes de que se fuera a trabajar en la fábrica del pueblo. Él vivía obsesionado con mis ataques desde que me empezaron, tenía mucho coraje consigo mismo, pues insistía que estaba en sus genes debido a un primo. A veces, decía que era un demonio que se había metido en la casa. 

Esa mañana me dijo con algo de enojo en sus ojos:

―Esta noche viene el ministro de la iglesia del pueblo a comer con nosotros. No bajes antes, solo después de tomar una siesta larga. Te puede dar un ataque durante la comida si no lo haces. 

―Descansaré, papá. Pero recuerda que el doctor dijo que los ataques se me iban a quitar cuando me convirtiera en mujer.

―Ya lo eres y nada ―añadió mi mamá, sentada en la cocina mientras bebía  el café.

―   Lo quiero calientito, mamá. 

―Rosa, sabes que con tu condición no puedes tomar café porque te puede causar otro ataque ―dijo mi madre con voz tajante.

Mi padre asintió y salió por la puerta de la cocinita dando un cantazo con la puerta, que me retumbó en el  corazón. Mamá hizo un gesto de amargura y siguió tomando su bebida  con sorbos más escandalosos   que se me hacían vulgares.

Recordé lo que mi amiguita Matilde  me había escrito en un papelito después de contarle todo y que yo siempre leía mucho, “Tienes la enfermedad esa, epifobia”.

Desde que empezaron los ataques, no me dejan salir a la calle ni a la escuela. Siempre estoy en el ático, donde ahora vivo, sepultada en vida. Me entretengo mirando por la ventana por si pasa mi amiga y me saluda, pues tampoco puede entrar a mi casa. El pueblo murmura, “se les puede pegar”.

Comenzaron sin razón alguna cuando cumplí doce años. La primera vez  fue en medio del servicio religioso, durante el mismo sermón. En cuanto el ministro leyó un pasaje de la Biblia: “Cristo sacó a los epilépticos del templo”, me sentí mareada, empecé a ver extraños colores, oler cosas raras, y entró la cara de una mujer rubia en mi lado izquierdo. Dicen que después  caí al piso, convulsioné, me mordí la lengua y me llevaron al hospitalito. El Doctor, un viejito ya caduco, pronunció la temeraria palabra —epilepsia. Podía ser infeccioso, dijo, o quién podría saber si tenía dentro de mí a un demonio.  Papá y mamá, avergonzados, dejaron de ir a la iglesia y poco después nos mudamos a este pueblo al que mi amiga y yo  llamamos Epifobia City. 

Aunque tomaba medicinas, me daban ataques en todos los sitios y volvía a ver a esa mujer, su bello cabello rubio y su cara, siempre en el lado izquierdo de mi visión. Pronto se volvió como  si fuera “mi hermana”, mi única compañía. Le cogí cariño a Josefina (así le llamé) y a veces dejaba de tomar las pastillas para que ella viniera. Era la hermana que nunca tuve. La quería, pero la odiaba. Era la causa de mi existencia de ermitaña. Le escribía poemas:

Sola, en las noches, deseaba que vinieras.

Sombra que me persigue y me acecha.

Tu pelo rubio lacio cubre tu cara bella

y siempre me miras con sonrisa fresca.

Corro tras de ti, me caigo, buscando tocarte el cabello

Sé que si lo toco, te desvanecerás para siempre.

Como te odio, hermana perdida y bella…

Como dije antes, esa noche vino el ministro de la iglesia de un pueblo cercano, era un viejito serio con ojos brotados y maléficos. Hablaba mucho y le temblaban las manos. A mi padre le gustaba mucho, pues hablaban de diablos y cosas  raras; yo creo que está “medio tostado”. Cuando bajé a comer  él ya había llegado; me dijo que iba a hacer una oración por mi salud antes de empezar con el alimento (con la merienda). Se levantó de la mesita donde estábamos los cuatro en la cocina y se posó detrás de mí, poniendo sus manos en mi cabeza, lo cual no esperaba, sentía su temblequeo y dijo:

―Señor, ven al hogar de esta familia y aparta esta enfermedad de Rosa ―y sobando mi cabeza en los lados repetía la siguiente oración—. Señor, saca del cuerpo de Rosita ese demonio, la rubia, que la habita.

¿Qué demonios habla el ministro?”, me pregunté incrédula al final, cuando se había ya sentado.

Papá le creyó y mirándome me dijo:

―Esa mujer que siempre le ves el pelo, ¿esa es la culpable?

Miré a mamá que me evadió, me puse a tragar. Proseguimos.

―Hay que hacerle un exorcismo para sacarle a la rubia, pero necesito el permiso del Obispo ―dijo el ministro durante la cena.

Mi padre no habló más  en toda la velada hasta que el ministro se fue.

― Hay que pensar en hacer eso, Rosa

―Papá, ese viejito está tostado. La rubia es mi amiga, la hermana que nunca tuve ―le dije con coraje, y subí corriendo a mi cuarto o mejor dicho a “mi celda”. Busqué a Matilde mirando por la ventana y únicamente vi la calle principal del pueblito desierta.

Miré una imagen que tenía sobre la mesa de un santo que cura a los epilépticos, San Antonio Abad. Me acerqué y le di un cantazo que cayó en el piso destrozado. Nadie subió con el ruido. 

No podía dormir, me asomé por la ventana  nuevamente, no había nadie, todo estaba igual, las luces bajas de las casas, el colmadito, la iglesia y unos pocos carros. Más abajo los campos de maíz y las largas extensiones verdes. La casita de Matilde estaba apagada.

Miré la pastilla encima de mi mesa. Entonces, llegó Josefina y sentí lo de siempre en el estómago y esos olores. Ella me miró diferente esa noche, como si me tuviera coraje, le dije: 

―Me quieren separar de ti, Josefina. 

 Perdí el conocimiento. Luego de un rato, desperté en el piso,  con la lengua muy herida  y mi cuerpo adolorido. Mis padres no habían venido, siempre me oían, era raro que no subieran. 

Me senté en la cama y miré el pote de pastillas de nuevo, lo cogí en mis manos y mirando al piso vi la imagen del santo en pedazos. Un extraño frío recorrió mi celda y mi cuerpo. Escuché a los lobos aullando afuera como hacían siempre. Nadie subió a mi ático toda  la noche. Pensé que mi hermana Josefina me había abandonado. 

Abrí el pote de pastillas y las tiré contra la pared. Me acosté a esperarla. En la madrugada llegó sonriente y me llevó de la mano lejos del ático.    

La.Corcheta
La.Corcheta
Articles: 177