Por Yarelis
La primera vez que la enfermera de Título I llegó a nuestro salón, que albergó al grupo de “primero uno” de la Segunda Unidad Julián Marrero del barrio Palmarejo en Corozal, la miramos con curiosidad. No teníamos idea de lo que esa persona ajena a nosotros vendría a hacer en esta escuela rural. Ante mis ojos miopes parecía un fantasma. Mi pobre visión solamente distinguía un objeto amorfo mayormente blanco. Con ella entró la directora y quizás alguien más. A la directora la reconocí por su voz.
Había cierta tensión en el aire, pero mis compañeros y yo seguíamos cuchicheando en voz baja, sin saber ni qué conjeturar mientras los adultos hacían lo mismo. Pero no tardó mucho para que sus macabras intenciones fueran reveladas. Uno por uno, mis compañeros de clase fueron llamados al frente del salón, al lado de la polvorienta pizarra verde. Allí se sentaban y pocos segundos después chillaban de dolor. Aunque yo no podía ver lo que pasaba, los susurros de mis compañeros revelaron que estaban tomando muestras de sangre de cada estudiante presente. Cada víctima se sentaba, y con la maestra sujetando el dedo corazón y el director observando, la infame lanceta se convertía en guillotina cayendo sin piedad sobre el tierno dedo de cada niño. O al menos así lo sentían.
Consciente de que procedían según nuestra posición en el aula, y de que yo estaba en el primer asiento casi al medio del salón, sigilosamente me moví primero a la esquina izquierda y luego a la derecha sin ser notada. Evitando así que llegara mi turno. Sin embargo, se dieron cuenta cuando estaban a punto de recoger e irse. Al sentirme descubierta y amenazada, corrí brincando pupitres y esquivando todo lo que estuviera en mi camino. Empujé varios pupitres al medio para impedir el avance de los adultos, pero apenas era una chiquilla de cinco años, así que me acorralaron en una esquina. Sin miedo le hice frente a cinco adultos que me parecían gigantes, escabulléndome como papa caliente entre ellos y mordiendo las manos que me agarraban. Pero era una guerra desigual: cinco adultos contra una niña con visión imperfecta. Entre todos me agarraron y extendieron mi brazo, luego mi mano, y acto seguido violaron mi integridad física con la punzante herida de la fría e infame lanceta. Nunca les di permiso para tal agresión, y maldije a todos los demonios que conspiraron en mi contra mientras sollozaba y me chupaba el dedo ensangrentado.
La segunda vez que llegaron las enfermeras a la escuela ya había transcurrido un año, y todos ya reconocíamos el fantasmagórico uniforme blanco y sus malignos propósitos. Mis compañeros las identificaron desde lejos, y yo, con mis nuevos espejuelos-telescopio, pude corroborarlo. Le dije a una amiguita en voz baja que no iban a repetir el cuento conmigo ese año. Acto seguido me paré y tranquilamente comencé a caminar. Mi amiga me gritó que la esperara, y como ya era casi hora de la merienda, ambas salimos sin prisa, como si fuera la cosa más natural del mundo. Atravesamos el portón de la escuela sin que nadie lo notara. Cruzamos la calle y subimos por el caminito de barro entre la cancha de baloncesto y voleibol bajo cielo y la lomita, brincoteando alegremente hasta llegar a la casa de mis abuelos que convenientemente vivían casi frente a nuestra escuela.
Allí abuela Fela nos recibió efusivamente, con besos y abrazos y riéndose a carcajada limpia de nuestra inesperada visita, pues ella bien sabía que todavía estábamos en horario escolar. Sin importarle que su hija era maestra y orientadora en esa misma escuela y que nuestras acciones pudieran resultar subversivas, nos preguntó qué queríamos desayunar. Sin dejar de reír comenzó a freírnos un par de huevos acompañados del delicioso pan criollo local con queso y mantequilla. Claro está, a nuestros seis añitos y en segundo grado nosotras todavía no entendíamos bien qué era cortar clase, porque aún tomábamos todas las clases en el mismo salón y la posibilidad de no llegar a una clase comenzaba en tercer grado. Podríamos decir que entonces cortamos más de la mitad de nuestro día, pero eso no estaba en nuestras mentes. Solamente nuestra incredulidad con el barbarismo de las enfermeras, enviadas seguramente por el mismísimo diablo a chuparnos parte del alma con la sangre que nunca accedimos nos robaran.
Ese día pasamos inventario a las frutas y plantas tropicales de mi abuela. Usamos la llanta atada al árbol de mangó como columpio, hablamos y jugamos, y solamente volvimos a la escuela cuando escuchamos el timbre que anunciaba el final del día. Yo fui directamente al salón de mi mamá, como si nada hubiera pasado, porque en mi mente había hecho lo más lógico y natural.
Esa fue, con toda probabilidad, mi iniciación a la vida de los inconformes, de los revoltosos, y los revolucionarios.