valle con flores

Identidad propia: secuela del microcuento “Habitación propia” de Ana María Fuster Lavín, por Génesis Ramírez

"He creado camino en tu desierto y ríos en la tierra estéril de tu desesperación. Clama a mí y yo vendré en tu ayuda, clama a mí y yo te transformaré".

Por Génesis Ramírez


Identidad propia

Pero para tu sorpresa despertaste. No despertaste en tu cama o en la habitación de un hospital. Despertaste acostada sobre la grama de un frondoso valle, bajo la sombra de un árbol solitario rodeada de pétalos rosados que se extendían como una hermosa alfombra. Al principio pensaste que las pastillas te habían hundido en una especie de sueño, en una especie de ilusión pacífica mientras tu cuerpo luchaba por sobrevivir. Pero se suponía que sería cuestión de tiempo, y que en cualquier momento todo se desvanecerá. Te pusiste de pie y miraste todo a tu alrededor como una especie de regalo antes de morir. Sin embargo, nada cambió, a excepción de la posición del sol en el cielo y la sombra del árbol bajo tus pies. Te palpaste el estómago y eso fue extraño, y te adentraste en un bosque no muy lejano en búsqueda de algo para comer. Allí encontraste un lago, entrecerraste los ojos al instante y saciaste tu sed con sus aguas. Te quedaste quieta en cuanto viste tu reflejo. Te veías distinta, radiante e incluso, especial. 

Eras la misma, el mismo cuerpo, el mismo rostro, el mismo pasado. Pero era como si nada de eso importara. Te sentiste profundamente liviana y, a la vez, llena de algo más grande, de algo más profundo. Como bálsamo se impregnaba en tu alma y cubría cada una de tus heridas. Y te espantaste cuando tras de ti viste en el reflejo una luz muy brillante. Al mirar atrás no había nada, así que te pusiste de pie y diste tan solo un par de pasos cuando sentiste una calidez abrazándote completamente, llenando cada hueco de tu ser, con olor fragante que arrebataba de tus memorias todas las dolencias que alguna vez viviste. Era algo que jamás habías experimentado. Y una voz solemne, de autoridad notable, resonó en tu mente con suavidad. 

—Si te ves a tí de la forma en la que yo te veo te darás cuenta de que eres preciosa, creada con un propósito y amada desde antes de la creación —te dijo la voz. 

Te asustaste porque no entendías de donde provenía, pero a su vez, era como si aquello que escuchaste hubiese sido la respuesta a muchas cosas que alguna vez te preguntaste. Y las creíste, porque en aquella voz había seguridad y transmitía confianza. 

—Con amor eterno te he amado —habló la voz de nuevo. 

Y tus rodillas sucumbieron al suelo como quien ha encontrado el descanso que con desesperación buscó por muchos años y las lágrimas descendían por tus mejillas, y se deslizaban por tus brazos. Entonces viste como las heridas que alguna vez causaste en tu piel sanaban, cicatrizaban. Porque aquellas lágrimas no eran de tristeza, no eran de impotencia, no eran de desilusión ni de desesperación. Eran lágrimas de alivio, de gozo y esperanza, porque habías encontrado quién llenara el vacío de tu corazón. Habías encontrado quien le daba sentido a tu existencia, propósito y futuro. Lloraste, y no sabes por cuánto tiempo lo hiciste. Luego regresaste al estanque y allí te volviste a observar. Eras la misma, pero diferente. Mismo cuerpo, mismo rostro, mismo pasado, pero tu vida no terminaba ahí. Te sentías hermosa, te sentías amada, te sentías capaz de avanzar. Entonces volviste a escuchar:

—He creado camino en tu desierto y ríos en la tierra estéril de tu desesperación. Clama a mí y yo vendré en tu ayuda, clama a mí y yo te transformaré.

—Quiero conocerte, Señor —le respondiste con sed y hambre profunda de su esencia.

—Me conocerás, si me buscas de todo corazón. Te daré una nueva identidad, una identidad propia, serás mi hija y yo seré tu Padre y bajo la sombra de mis alas caminarás y yo te protegeré. 

—Que así sea, mi eterna majestad. 

—Ahora ve, y escribe sobre lo que has visto y lo que verás, sobre lo que has oído y oirás, sobre lo que has vivido y vivirás. Porque a través de tí daré esperanza a otros que como tú no veían sentido a su existencia —y besó tu frente y despertaste. 

Recostada en la cama del hospital, todos te observaban confundidos y animados porque quien se había quitado la vida por tristeza ahora la recibía con una sonrisa en su rostro. Te llenaste de gozo y riendo alzaste tus brazos al aire y gritaste: ¡alabado sea Dios!

La.Corcheta
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