Gabriela Morales Hernández
Un mechero metálico con hoja de arce abrió fuego en la oscuridad. Se vio la mano del hombre. Las llamas con sus distintos tonos de anaranjado arrasaban con lo que alguna vez fue la Mansión Bennet. Fue quemándose hasta que solo quedaron cenizas.
Las lágrimas bajaban por el dulce rostro de doce años de Anthea. La pérdida de sus padres, la pérdida de su hogar, la pérdida de todo lo que significaba la felicidad para ella. Parecía una película detenida ante sus ojos. Así alterada como estaba corrió adentrándose en el bosque para huir del fuego y del enemigo desconocido. Solo era una pesadilla y pronto despertaría de vuelta a la normalidad.
Después de correr por mucho tiempo, llegó a la estación de trenes. Justo en ese momento iba partiendo uno. Miró atrás para asegurarse de que no la seguían. Sin comprar ningún boleto y aprovechando que ya no había nadie en custodia de la puerta del vagón, entró rápidamente y se sentó fijando la vista en el largo camino que le esperaba.
Luego de una hora, llegó a la casa de Alexandre Evans, un amigo cercano de la familia, su único refugio en ese momento de incertidumbre. Él la hizo pasar a su despacho una vez llegó. Lograría verbalizar y buscar entender lo ocurrido. Lloraría sin prisa a sus padres. Recibiría el apoyo de Alexandre, quien tantas veces le prometió al señor Bennet que se haría cargo si este faltaba.
Mientras ella le contaba lo ocurrido, el hombre encendió un cigarrillo. Mechero metálico, hoja de arce, fuego… De un momento a otro, y sin saber cómo, Anthea se encontraba encima de Alexandre con un abrecartas en la mano.
