Unas manos frías se posaron sobre mis ojos, vendados con dos toallas de lana. El frío se tradujo en calor cuando entró por mi frente, haciéndome sentir cada gota de dolor. “¿Será de noche?”, me pregunté, “¿por qué no veo nada?” Escuchaba voces, pero ni una sombra relucía. Inés. De seguro ella tuvo algo que ver, ver…yo no podía ver. ¿Me había quedado ciega? ¿Mis ojos verdes ya no existían? Me habían quitado mi belleza por completo. En ese momento me sentí como un pedazo de tela deshilada sobre la camilla, sin huesos, sin músculos, sin nada. Pues en eso me convertí, en nada. Tres, tres…
Escuché la voz de un hombre a lo lejos diciendo cómo ya no iba a poder ver. Sentí el pánico nuevamente por mi cuerpo, pero esa vez fue puramente mental, mi cuerpo estaba completamente inmóvil, en estado vegetal. Intenté hablar, intenté gritar, pero las palabras se negaban a salir de mi boca. Comenzaron a moverme de cuarto y por los pasillos del hospital pude ver un rastro de las bombillas que le daban una ilusión de vida a este hospital. Siguieron moviéndome hasta que escuché una puerta de hierro abrirse. No recordaba mucho, pero sí reconocía ese sonido. Me habían llevado al lugar más oscuro de todo el hospital, ese donde yo alguna vez logré hacer lo que van a hacer conmigo. Tintinearon las llaves y escuché el crujido del moho que cubre las puertas. Habíamos llegado a las jaulas, donde cada uno que entraba ahí era tratado como un perro.
En lo que me había metido. Tre, tre, tr… Tenía hambre y la boca se me llenó de espuma blanca, esa que sale cuando a tu cuerpo no le queda ni una gota de saliva para hidratarse. Solo escuchaba gritos de otros pacientes. Todavía no veía nada. Gritos y más gritos arropaban mi nuevo hogar, ese que se sentía más frío que el campo en el invierno. El campo. Extrañaba la vida en el campo, no recordaba la última vez que estuve ahí. El olor a café en las mañanas, el rocío en las hojas y los buenos días de mi padre recién levantado con la cerveza de la noche antes aún en la punta de la lengua. Estas solían ser mis memorias más preciadas. En esa jaula lo único que podía oler era el orín de los demás pacientes, y quizás hasta el mío. Comenzaron los colores a desaparecer de mi mente, poco a poco las imágenes convirtiéndose gris, gris, gris, negro.