Alondra Avilés
Lo vi en el tren de camino a la estación Sagrado Corazón. No sabía si llevaba más tiempo en ese vagón, yo iba distraída con el libro que estaba leyendo y pensando en que ya iba tarde para el trabajo. Lo noté cuando llegamos a la estación de Hato Rey. Sabía que era él porque su pelo, su complexión delgada y sus famosas chancletas no se habían borrado de mi memoria a pesar de que había pasado mucho tiempo desde la primera vez que lo había visto. Nuestras miradas chocaron, pero con una impresión sutil de lo familiar que se sentían nuestros rostros. Era el mismo hombre que había captado mi atención con sus ojos brotados y su andar indeciso en la oficina del médico hace varios meses. Lo único que no eran lo mismo eran sus ojos brillantes, su semblante reluciente, el rosario colgando de su cuello y la guitarra que tenía en su mano.
“Yo no me pude tomar la cosa esa completa porque sabía malísima. ¿Cuántos años tú tienes? Tú estás muy joven pa’ hacerte un proceso como este”, fue lo que me dijo esa vez que coincidimos en el gastroenterólogo. Recuerdo que no pudieron hacerle el procedimiento entero porque no siguió el protocolo correcto. La enfermera que me atendió me dijo: “No es la primera vez que viene aquí. Siempre viene así, como loco”. Lo que recuerdo de ese día fue al sacerdote que estaba junto a él en la sala. Parecía que estaba recibiendo consejo o regaño, quién sabe, pero no estaba solo, al menos.
La última vez que me encontré a ese hombre, cuyo nombre nunca supe, fue unas semanas atrás en la estación Piñero. Esperé mi turno para pagar la tarjeta del tren detrás de él; intuí que era él mismo por su guitarra. Cuando me tocó pagar pensé que no había recogido su cambio. Le llamé y al girarse nuestras miradas volvieron a sentirse familiares. Me preguntó si yo necesitaba cambio. Le dije que no a la vez que sentí el gusto de ver su rostro transformado.
Los encuentros en el tren, para mí, son como epifanías de lo susceptibles que somos los seres humanos a los cambios en este pedazo de esfera. Es s increíble encontrarme con personas que, dentro de mi cotidianidad, no pensaba volver a verlas. Cada encuentro me provoca cierto trencariñamiento por estas personas. Quiero decir, un encariñamiento por la gente que creo conocer en el tren, pero sin saber cómo se llaman. Cada día que me monto en esa máquina que patina tengo la esperanza de encontrarme a alguien que ya haya visto para saber cómo está. Quiero saber si la señora que tuvo que decidir entre ir a una cita médica o ir al trabajo para que no la despidieran sigue bien de salud. También quisiera saber por cuál página va el muchacho hippie que siempre lee y se baja en Sagrado Corazón. Daría todo por volver a escuchar al señor que toca guitarra. ¿Habrá compuesto una canción nueva? Quiero saber si el estudiante de la Poli se graduó con honores o a cuál universidad fueron los highscholoolers que siempre tomaban el tren en la tarde. Además, me gustaría ver el estatus del joven triste que viajaba con los ojos cansados en la noche. ¿Será que ya es feliz o todavía? O la madre que iba con sus dos hijos mirando a través del cristal… ¿Habrá conseguido cuido para sus hijos?
En fin, en el tren puedo ver el afán de cada cual. Si observas minuciosamente podrás saber hacia dónde van o con qué específicamente las personas están comprometidas ese día. Cada alma va a cierto destino, suda por caminar bajo el sol, cumple su misión en la estación que sea o quizás no y entonces vuelve a meterse a un vagón para asimilar su día de camino a casa. Algunos se duermen de camino, otros miran a través de las ventanas, leen libros, escuchan música, se pierden en sus teléfonos o se dedican a observar a la gente que entra o sale y luego se van. No importa qué pase durante el día, el tren siempre será el punto donde las vidas se conectan.