Alondra Iris sentada frente un micrófono leyendo su cuento.

El tesoro en La Goyco

"Lo que los niños no sabían es que al  creer en las aventuras del abuelo, conllevarían a que todo se volviera realidad, comenzando por ese libro."

Alondra Iris

En aquella semana de verano, Sebastián visitó a su familia en Puerto Rico por primera vez. A sus doce años nunca había escuchado nada de su abuelo Nicolás, excepto de que supuestamente estaba loco… Y en esa visita, su  abuelo le dio a él, el nieto mayor, un librito. Esos papeles desgastados son  lo que podríamos llamar ahora  un anuario en donde estaba toda la información de la clase de sexto grado de 1953 del abuelo: los salones en los que estudió, los nombres de las maestras, la lista de cuadro de honor y las firmas de los compañeros de clase. Según el abuelo, este librito también era la clave para llegar al tesoro que él mismo escondió cuando tenía once años. 

Sebastián quedó cautivado con las historias del abuelo. Para ser un viejo al que se le borra la memoria cada cuánto, Nicolás recordaba vívidamente esas impresionantes aventuras: el cemento movedizo, las ratas escuderas, las plantas carnívoras, la lava subterránea, los dinosaurios, la nieve, el fantasma de una compañera de clase y la malvada directora que murió en el incendio. Sebastián observaba atento las páginas con manchas húmedas, quemaduras y mordiscos pequeños, para él eran la evidencia de que todo era cierto. Así que se armó de valentía y le contó las historias a los primos que acababa de conocer, Alana, Luis, Josué y Cristal. Todos tuvieron la misma idea, recuperar el tesoro del abuelo Nicolás antes de que olvidara sus aventuras.

En la noche de un sábado, cuando los adultos se fueron a un chinchorro, los pequeños se escabulleron en  la escuela, que no estaba muy lejos. Se armaron con los bates de pelota de los tíos, las escobas y sartenes de las tías, linternas de emergencia, pistolas nerd de la Navidad anterior, ganchos de ropa y una soga. 

Entraron a la escuela que parecía una jungla privada. Árboles, plantas, flores, paredes quemadas, charcos de agua, y quizás hasta animales había ahí adentro. Sebastián miró el anuario del abuelo y vio unas marcas con carbón que antes no estaban, indicando un salón específico y nombres en los listados, ¿de dónde habían salido? Lo que los niños no sabían es que al  creer en las aventuras del abuelo, conllevarían a que todo se volviera realidad, comenzando por ese libro. 

La primera pista del librito les llevó al salón 7 de la Sra. Marcial. Era obvio que las únicas escaleras que había eran muy frágiles, así que Alana, la más joven, fue la primera en pasar. El cemento empezó a desprenderse. Los demás corrieron por encima de los bloques que parecían flotar. Llegaron arriba. Para cuando hallaron y abrieron el salón, golpearon con las escobas a las ratas que salieron de ahí. Adentro, encontraron una lupa dorada en el antiguo escritorio del abuelo. Con ella vieron el libro otra vez. Una nueva pista apareció, tenían que llegar al salón 10 de la Sra. Domenech. 

Había que cruzar un pasillo infestado de plantas casi tan altas como ellos para llegar a la siguiente aula que estaba a dos puertas de distancia. Cuando Luis dio el primer paso, Sebastián lo jaló. ¡Había plantas carnívoras! Con bates, sartenes y gritos de temor llegaron a su destino. En el salón encontraron una jarra con un líquido azul, lo vertieron en las páginas del libro y apareció la siguiente pista: ir a la biblioteca de la Sra. Nieves. 

Las cosas se habían vuelto más difíciles. Ahora sin escalera no había forma de llegar al primer piso; además, el impacto del cemento contra el suelo reveló la lava debajo de la escuela. Cristal y Josué, los gemelos, lanzaron la soga hasta una palmera cerca del balcón, y usaron los ganchos y mochilas para deslizarse por ella. Sebastián fue el último y se cayó de golpe contra el suelo. Las risas de los primos callaron cuando aparecieron unas criaturas, dinosaurios pequeños y letales. Los niños huyeron por la jungla con pavor y utilizaron sus pistolas de juguete para hacer que  las criaturas cayeran a la lava. 

Cerraron la puerta de la biblioteca detrás suyo Emplearon las linternas para ver dentro del oscuro y frío lugar. El piso estaba congelado, parecía una pista de patinaje. Alcanzaron a ver nieve en lo más profundo de la habitación. Entonces, ¡apareció el fantasma de Cecilia La  Fontaine! La niña, con uniforme escolar y cuerpo translúcido, hizo que algunos muñecos de nieve aparecieran y rodearan a los niños. Sebastián se enfrentó a ellos hasta poder darle el librito al fantasma. ¡Nico! ¡Sabía que volverías!, exclamó ella sorprendida y abrazó al niño. Él miró confundido a sus primos, Cree que soy el abuelo, pensó. El fantasma permitió que los niños escarban en la nieve hasta encontrar un cofre con joyas incrustadas y la firma infantil de su abuelo. 

¡Encontraron el tesoro!

Los niños estaban ansiosos por descubrir qué había en el interior del pesado cofre, pero debían cumplir el objetivo real de esta misión. Cargaron el tesoro entre todos hasta regresar a la casa. Allí, Sebastián prendió el carro viejo del abuelo y, con torpeza, manejó hasta llegar al asilo. Cuando estaban cerca, un auto apareció detrás de ellos, ¡la directora en llamas! ¡Quiero el tesoro!, demandó.  Los pequeños irrumpieron en el asilo y buscaron desesperados en cada habitación al abuelo. No lo encontraban y ya se les acababa el tiempo, la directora había entrado e intentaba arrebatarles el tesoro. Dejando a sus primos tirar del cofre, Sebastián siguió buscando al abuelo. El viejo estaba postrado en una cama con los ojos cerrados, parecía que tenía pesadillas. ¡Abuelo, despierta! ¡La directora Pérez está aquí y nos quiere quitar el tesoro!, pero cuando el anciano abrió los ojos no lo reconoció. Los gritos de los otros empeoraron , estaban a punto de perder. Entre lágrimas, Sebastián le enseñó el librito al viejo Nicolás, Recuerda, abuelo, recuerda.

El abuelo Nicolás se levantó como resorte de la cama y se armó con un bastón. Salió al encuentro con la directora que ahora tenía el tesoro en sus manos y a sus otros nietos rodeados por un círculo de fuego. ¡No tan rápido, directora Pérez! Ese tesoro es mío y de mis nenes. Te sugiero que lo dejes ahora o te las verás conmigo, intervino el abuelo. La directora rio con burla, ¿Qué puede hacer un viejo como tú?, dijo. Amenazante, el abuelo le mostró el librito, cogiéndolo  de los dos extremos. No lo harías, le advirtió la directora. Fue el turno del abuelo reír sin parar, Sabes que sí, bruja, y rasgó el libro a la mitad. Con un grito de agonía, la directora desapareció como polvo. Los niños celebraron felices de ser libres por su abuelo y, mucho más importante, de tener  un gran tesoro. 

Pero, toda la magia que ya había desatado ese librito empezó a desvanecerse, al igual que el tesoro . Los pequeños, sobre todo Sebastián, se afligieron por lo que estaban perdiendo  después de tanto trabajo. Desesperados fueron con el abuelo para hallar una forma de preservar el cofre que contiene las evidencias de sus aventuras. Nicolás sonrió y los abrazó, Mientras ustedes guarden mis memorias por mí, no hay nada más que quiera. Recuerden que la magia está dentro de ustedes y podrán ser quienes quieren ser. 

Fin.

La.Corcheta
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