José Manuel Colón
En la mañana del cumpleaños de Isabel, su cuerpo despertó como siempre lo hace: sufriendo un maldito dolor de cadera.
—Felicidades, Isabel —murmuró con pereza mientras se erguía en la cama y buscaba sus lentes en la oscuridad de la inmensa habitación. No que le hicieran mucha diferencia. Las cataratas hacía mucho que ahogaron su visión.
La mujer vivía sola en una cómoda residencia, con losetas coloniales y un hermoso jardín, localizada en una vieja urbanización diseñada para implementar la fe católica de manera sutil. Hogar que por décadas compartió con el amor de su vida, quien falleció de un paro cardíaco durante su vuelta mañanera. “Es bueno para el corazón”, ella solía decir sin saber que iba a morir de ironía a sus 70 años.
Por varias décadas, su rutina matutina consistía en comer tres lascas de pan cubiertas con esa mantequilla light que sabía fatal, una taza de café bien oscuro y una ojeada al periódico local. Este último le permitía mantenerse informada sobre un mundo que no entendía.
Terminado el desayuno, regresó a su cuarto, y entre una serie de vestimentas coloridas, escogió las más opacas y menos llamativas. No que fueran feas, ya que tenía un gusto impecable, es que simplemente no buscaba llamar la atención.
A eso de las 7:00 de la mañana recibió una llamada proveniente de Ana, una joven viuda que vivía en su calle, informándole que había llegado a recogerla para llevarla a su cita médica.
—¡Buenos días, doña Isa! —expresó Ana mientras se montaba en el asiento del pasajero del pequeño vehículo. En la parte de atrás se encontraban dos niños de cinco y ocho años peleando para obtener control de una tablet.
—Gracias, mija —respondió con cero entusiasmo.
—¿Cómo se siente hoy? —preguntó la joven viuda.
—Igual que siempre —dijo observando el tira y hala de los niños—. ¿Mañana ajetreada?
—Nada fuera de lo normal —el niño más pequeño comenzó a llorar tras perder la guerra por el dispositivo.
—¿Estás segura de que no molesto? —preguntó, sintiendo el agobio de la madre—. No tengo problema con pedir un taxi.
—Tranquila, que así son todas mis mañanas —el mayor de sus hijos gritó al recibir un mordisco de su hermanito—. ¡Carajo! Compórtense —exclamó Ana con furia mientras se adentraba en una carretera bastante congestionada.
La señora, buscando no prestar atención a la trifulca, eligió mejor observar otros vehículos e imaginar qué tipo de vida llevaron a sus conductores a terminar en tan desagradable tráfico. Antes la vida era más simple.
Poco después del mediodía, y todavía esperando en la sala del consultorio, la anciana escuchó a la secretaria médica gritar el nombre reseñado en su tarjeta del plan. Nunca le había gustado ese nombre, y se encogió con su mera mención. Eleonor solía gritarlo para enfatizar su enojo con ella. Jamás faltaba un buen “Isabel” para recordarle ser mejor persona. Al menos, en este caso, escuchar esa combinación de letras simbolizaba que pronto saldría del antiséptico infierno en el que se encontraba.
—¿Cómo se siente hoy? —quiso saber su médico, mientras ambos entraban a la oficina.
—Normal.
—¿Normal? —preguntó el joven profesional cerrando la puerta—. ¡Pero si usted se ve espectacular!
—Gracias —dijo queriendo añadir un “pendejo”.
—Tome asiento, tome asiento —ambos se acomodaron en sus respectivas sillas y se miraron incómodamente hasta que el médico abrió un expediente con sus pruebas más recientes—. Estoy viendo algo aquí, pero nada fuera de lugar.
—¿Y la cadera? —respondió ella, llevando al médico a observar unas radiografías.
—Como le indiqué, ninguna de las pruebas muestra daño severo.
—¿O sea, que me estoy inventando este puñetero dolor? —la pregunta cayó como un balde de agua fría sobre el internista.
—¡No! Por supuesto que no —dijo cerrando el expediente y cambiando su tono a uno sumiso—. Quise decir es que no veo nada en estas pruebas, y pues a su edad…
—Tú no sabes mi edad.
—Es perfectamente normal que tenga problemas en las coyunturas —terminó, haciendo caso omiso a la mujer—. De igual manera —sacó una libretita— le voy a dar un referido para un MRI, a ver si encontramos el problema.
El joven doctor arrancó una hoja y se la entregó. Al tomar la nota, ella se levantó haciendo un exagerado gesto de dolor para repartir un poco de culpa antes de salir.
Pasadas las 2:00 de la tarde, la señora regresó a su residencia, donde se cambió a una vestimenta más ligera para luego sentarse en una butaca a contemplar qué hacer con el resto del natalicio. “Es hora de botar”, pensó observando las muñecas, platos, vasijas y otras chucherías coleccionadas a través de los años. Porquerías que, según ella, habían convertido la residencia en un museo dedicado a su difunta. No obstante, tras exactamente 115 segundos de deliberación, concluyó que esto era un trabajo para mañana, escogiendo mejor salir a regar las plantas.
Con mucha paciencia, y bastante pereza, la mujer caminó hasta llegar al jardín frente a la residencia. Personalmente, ella nunca vio el punto de mantener vivo a algo tan inútil como una flor, pero igual tomó la manguera y abrió la llave de paso. Sin embargo, de esta sólo brotó una que otra gota caliente.
Ella no entendió a qué se debía la escasez del agua, ya que juraba haber pagado la última factura. Por consiguiente, salió hasta la acera para ver si alguien experimentaba el mismo problema, pero a esa hora la gente tenía mejores cosas que hacer.
—Qué raro —dijo mirando por el hueco de la manguera. Esto, por supuesto, no resolvió el problema, pero sí le recordó un pésimo chiste que Leo decía cuando veía a una persona muy flaca. El recuerdo le sacó una sonrisa.
Una camioneta blanca, manejada por una parejita escapada del colegio, se desvió de la carretera y chocó con ella, arrastrándola unos metros hasta pillarla entre el carro y un poste. El impacto provocó la muerte inmediata del conductor, tras este salir expulsado y reventar su cráneo por todo el pavimento. Suerte no compartida por la pasajera, quien apenas recibió golpes en el pecho debido a que el cinturón salvó su vida.
La aturdida joven intentó bajarse del vehículo, pero la puerta andaba pillada. Su única opción era salir por el parabrisas, así que se arrastró lentamente por el bonete cubierto con alijados cristales hasta toparse con los brazos extendidos de la moribunda anciana. La visión de aquella mujer agonizando no le dio más remedio que llevarla a tomar su frágil mano como un último acto de empatía.
Aquellos duros y arrugados dedos pincharon los de la joven e incrustaron aguijones entre sus nudillos, que arrollaron sus sentidos con una pulcra sustancia. Ya no podía ver. No podía hablar. No podía pensar. Para la joven sólo había oscuridad y tortura.
El accidente llamó la atención de uno que otro vecino, que salieron buscando el origen del estruendo y, al percatarse de lo sucedido, siguieron el tramo de metal y vidrio hasta llegar a los remanentes de la camioneta. No pasó mucho antes de que se escucharan sirenas de diferentes patrullas, y en cuestión de una hora, la calle se llenó de agentes y periodistas buscando respuestas a tan lamentable suceso.
A la joven, por su parte, la metieron en una ambulancia, en donde el cuerpo entró en un pesado estado de somnolencia. Estado que los doctores diagnosticaron erróneamente como uno de coma.
Cuando despertó, poco antes de la medianoche, se encontraba en un helado cuarto de hospital, rodeada por enfermeros y un grupo de personas que, asumió, eran su nueva familia. Y aunque apenas los veía, ya se sentía a gusto con ellos. Siendo ahí, mientras pretendía reconocer a esos desconocidos, que notó haber dejado de sentir aquel maldito dolor de cadera. Así que dijo adiós a su viejo cuerpo murmurando un último “felicidades, Isabel” y aceptó la promesa juvenil de esta nueva vida.