Por Max Nox
—¿Mamá? —la chica trataba de llamar la atención de su madre.
Había recién llegado de la escuela, estaba emocionada por compartir las buenas noticias. La habían elegido para ser parte del grupo de bomba y plena.
—¿Mamá? —otra vez intentó.
Estaban sentados en la mesa de comedor, el aroma distintivo de la sazón de su madre se hizo presente, y el televisor encendido con La Comay apoderándose de toda la estancia. Entonces lo notó, su padrastro exhausto de escucharla rogando por atención, subió aún más el volumen, silenciando su voz. Su mamá con la vista pegada a la pantalla, no la escuchó, o más bien pretendió no oírla. Ya no importaba, había cosas más interesantes que lo que ella tenía que decir. Con pesar aceptó esta realidad.
Aun así, mientras la figura materna lavaba los platos, probó su suerte otra vez. La última vez.
—Mami cuando termines puedes venir a mi cuarto, tengo que hablar contigo, hay algo importante que quiero decirte.
—Está bien, voy horita.
Ella le creyó, asintió y decidió esperarla. Se sentó en el borde de su cama, miró el reloj de la pared, y vio como las manecillas del reloj se movían. Los segundos pasaron, con ellos los minutos, y el inconfundible sonido del coquí anunció la llegada de la noche. Las luces se apagaron, y las silenciosas lágrimas salieron a borbotones.
Desde que había vuelto a estar con su mamá, después de estar años en el sistema, pensó que las cosas serían diferentes. Quizá las series estadounidenses habían sido las culpables de sus ilusiones y esperanzas de tener una bonita relación entre madre e hija, pero en cambio, los celos de su padrastro habían tomado toda la atención, más la excusa del trabajo. Claro, es más importante trabajar que atender a la graduación de tu hija.
Resignada, decidió dormir, un buen descanso mejora todo. Así que con el rostro empapado, el nudo en la garganta y el dolor de las agujas en su corazón se acostó.
A la mañana siguiente, un silencio sepulcral inundó la casa, ese tipo de silencio que se escucha en un funeral. Eran las 7:00 y su niña no estaba en la mesa comiendo su desayuno en silencio en lo que esperaba la guagua escolar. De pronto, un sentimiento de vacío llenó su estómago, y le retorcía las entrañas, el útero que por nueve meses había albergado a su bebita. Sudando frío se acercó a la puerta de la habitación y con la mano temblorosa entró.
La escena la puso de rodillas, le heló el alma y el grito que soltó sacudió las extremidades de aquella casa. El dolor la sacudió con tanta fuerza, que parecía como si la tierra hubiera temblado. Su esposo vino corriendo y al verla allí tirada, como si hubiera visto a un fantasma, se acercó con horror.
—Llama a la ambulancia —le gritó la mujer mientras corría hacia su hija, tratando de cerrar las heridas, pero era muy tarde. Las heridas habían estado abiertas por mucho tiempo, tanto tiempo que la sangre no existía más.
Las sirenas sonaron, los vecinos alarmados se acercaron a ver la escena. Todos conocían a la familia desde hace mucho tiempo y el shock no faltó en sus rostros. Luego de todos los esfuerzos médicos, el pitido era lo único que mantenía su alma allí, aferrada a la mano de su pequeña, teniendo cuidado con el vendaje que cubría sus heridas, y le rogó a Dios por una segunda oportunidad.
—Por favor, Dios mío, si permites que mi hija viva, jamás volveré a dejarla sola. No pasará ningún día en que mi niña sienta que su madre no está allí para ella. Te lo suplico, valoraré cada momento con tal de que no vuelva a ocurrir esto.
Continuó sus ruegos de rodillas sin soltar, ni por un segundo, a su hija que continuaba en el limbo buscando un acto de amor que la hiciera regresar a su cuerpo. Así que, siguiendo el rastro de la voz de su madre, regresó.
—¿Mamá?
—Sí, mi niña, aquí estoy.