Alondra Iris
Una vez mi jardín estuvo infestado de plantas malignas. De pequeña, las observaba con curiosidad, sin saber que de poco a poco iban contaminando las corrientes de agua subterráneas y que se apoderaban de todos los vírgenes nutrientes. Algunas de ellas, recuerdo cuando las sembré y planté: las de muy en el fondo las planté cuando papá se fue de la casa, las otras de allá cuando mi mejor amiga me traicionó en mi momento de mayor debilidad, aquellas pocas y grandes las sembré después de que una maestra me avergonzara delante de toda la escuela, y las de acá fue con la aparición de nuevas hermanas. Sin embargo, hay unas cuantas, muchas de ellas, de las que no tengo una memoria definida. Las intenté estudiar de acuerdo a su capullo y a su fruto, pero nunca las comprendí, eran demasiado extrañas, nada agradables.
Ya sea que mi memoria lo recordara vívidamente o no, a todas les di espacio en mi jardín. Para cuando me percaté de lo que eran, ya yo había crecido. Pensé en el ciclo de la vida, así es que supuse que cuando creciera más, ellas morirían. No lo hicieron. De ellas nacieron flores que taparon sus espinas negras, vistieron el jardín de colores magníficos mientras ocultaban la desgarradora verdad. Todos los que pasaban por ahí me decían que mi jardín era el más precioso. Cuando recordaban el historial de mis antepasados, se sorprendían. Esperaban que yo, fruto de aquel árbol genealógico, fuera una mala hierba para la naturaleza, más no podían parar de deleitarse ante la absoluta belleza enmarcada por la luz que atravesaba los colores de los vitrales.
Lo que nadie supo es que yo intenté sembrar plantas hermosas desde la raíz, pero las malditas se las comían cuando todavía no habían germinado, o crecían más para bloquear la luz a las pequeñas. Mientras más yo trataba, menos ganaba. Pronto el dinero se me hizo escaso para nuevas semillas. Parece que cuando vieron que dejé de intentar, las malévolas plantas infestaron el interior de mi cabaña con sus raíces, ocultándose en la oscuridad. Llegó el punto en que las malditas ya habían adquirido boca y dientes, mordían a los visitantes y les murmuraban cosas con el fin de adentrarse en su jardín también.
Un día escuché de un famoso jardinero que hacía maravillas con las plantas. Yo no sabía cómo acercarme , todos hablaban cosas tan buenas de él que me avergonzaba la idea de que viera y juzgara las condiciones de mi jardín con solo mencionarlo. Decidí llegar a él de manera indirecta, escuché lo que las personas que él había ayudado tenían que decir de su experiencia y puse manos a la obra. Hice todo lo que el jardinero había hecho por los demás. Pero, ¡nada daba resultados! Me preguntaba mil veces, ¿les habrá mentido a esas personas para sacarles el vivir como esas malditas hacen conmigo? ¿O quizás él las sobornó para que ellas hablaran bien de él y que personas necesitadas como yo, caigan en su trampa, en su tiranía? ¿ Era real ese tipo?
Entonces, decidí fingir que todo estaba bien. Empecé a presumir a mis bellas creaciones, que parecían salir del bosque encantado de los cuentos de hadas. El sonido del viento entre ellas era como música que me obligaba a danzar con los ojos cerrados. Sonreía a las cámaras mientras usaba largos vestidos de princesa. Limpiaba el exterior de la casa con tanto esmero que brillaba como porcelana… esas malditas flores me dejaban todos los días con grandes llagas en mi piel. La verdad es que debieron salir de un pantano embrujado o de una historia de terror. El susurro del aire cada vez me resultaba más parecido al silbido de la muerte próxima a llegar; por eso tenía los ojos cerrados al bailar, para no espantar a la muerte si se presentaba, para que creyera que estaba viviendo mi vida. En las fotografías que me tomaban veía una sombra a mis pies. Mis vestidos terminaban siendo trapos arañados que les permitía a las plantas jugar conmigo en un tira y jale. Y cuando me iba a dormir, temía que las espinas y las raíces me estrangularan.
Habían consumido todo a su paso. Para mí ya no era posible apreciar la verdadera plenitud de la naturaleza sin pensar en esas malditas plantas. Tu jardín es tu carta de presentación al mundo. ¿Qué pensará el mundo de mi jardín?
Una noche, una nueva planta nació en el centro del jardín. Era grande, hermosa, y maligna. Yo sabía bien de dónde había salido, la planté fingiendo. Estaba segura de que sería la más malvada de todas, que cuando abriera sus pétalos, abriría sus fauces y me tragaría.
No, no podía permitirlo. Talé los capullos con furia. Callé la boca de las flores cuando se rieron de mí. Raspé sus espinas. Les lancé químicos y venenos. Las seguí destruyendo una por una hasta asesinar a esa flor reina. Luego, mi jardín quedó libre.
Pasaron unos días. Decidí, con el poco dinero que me quedaba, comprar nuevas semillas y plantarlas. Luego de una semana comenzaron a germinar. Me emocioné. Pasó un mes, las plantas crecieron nítidas y resplandecientes. Para cuando pasó el año, me di cuenta de que no había cambiado nada, esas eran la mutación del mal mismo. Los restos de la gran reina que yo había asesinado habían estancado los ríos subterráneos y allí empezaron a crecer. Cuando sus raíces se toparon con las raíces de las nuevas semillas, se unieron a ellas. Era una plaga.
Realmente creí que era demasiado tarde. Cuando lo descubrí ya me habían amarrado sus espinas en mis muñecas y tobillos, estrangulando mi garganta y abusando de mi intento de pureza. Mi tierra estaba totalmente maldita.
De repente, las plantas comenzaron a gritar agonizantes. Se deslizaron debajo de la tierra en busca de refugio, el cual no encontraron. Alguien las golpeaba y las reprendía lejos. Era el jardinero del que tanto había escuchado, el que intenté imitar y del que dudé. No se parecía nada a cómo lo imaginé. Las plantas malditas me soltaron en su presencia, pero no se fueron, querían luchar contra él. Ante el enfrentamiento, él no respondió, en cambio, me preguntó, ¿me permites ayudarte? Puedo hacer que este jardín reverdezca, pero necesito de tu disposición.
Durante meses, llegó cuando nadie me vino a visitar. En secreto, trabajó en mi jardín, arrancó la maldad de raíz, preparó la tierra y la dejó descansar y sanar. Limpió los ríos subterráneos convirtiéndolos en aguas claras y puras. Derrumbó los techos de cristal falsamente coloridos. Incluso se tomó la molestia de remodelar mi hogar por dentro. Me dio instrucciones sencillas que debí seguir, aunque no las entendí: llevar la nueva tierra de aquí para allá, buscar nuevos nutrientes, mis respuestas hacia las personas que me preguntaban por mi jardín, echar para afuera los venenos que usé para matarlas (ese había sido el mejor alimento para las malditas plantas).
Un día todo terminó. La tierra estaba lista y fértil para darle la bienvenida a las plantas que él sembró, no me dijo de qué tipo eran, sino que debía cuidarlas. Sin embargo, había una última tarea importante. Debía tomar los cadáveres de las plantas malditas y mostrarlas a la luz clara del sol. Temí, por supuesto que temí. Aunque nadie lo vio llegar, todos sabían que el jardinero estaba trabajando conmigo, pero no el porqué. Me dijo, el secreto y la vergüenza son la excusa perfecta para que esas plantas malditas regresen a tu jardín. A la luz real, mueren de una vez y por todas.
Lo hice, lo logré. Coloqué frente a mi casa los cuerpos que parecían querer resucitar. Más cuando las acosté en la acera y el sol de una nueva primavera las iluminó con fervor, se desintegraron en baba viscosa.
Regresé al jardín y el jardinero ya no estaba, pero había dejado un rosal inmenso para mí. Pétalos de sangre pura que limpiaron mi tierra y mis aguas. La tierra palpita una vez más. Mi cabaña respira, volvió a soñar que era el árbol que alguna vez fue. El mundo, quien juzga los jardines, quiso acabar con el mío, más no lo lograron, porque el jardinero nunca dejó de visitarme.