Anto Gamunev
El vagón del Tren Urbano llega a la estación de Sagrado Corazón. Es la última parada. Has llegado a la mitad de tu destino en Santurce. Solo tienes unos minutos para salir del vagón, caminar por la plataforma, bajar las escaleras y correr a la estación de guaguas para esperar la M3. Estás cansado, sudado, llevas un fracatán de cosas en el backpack y encima el espuelón de tu pie izquierdo no ha dejado de joder el día de hoy. Con treinta y cuatro años, tu cuerpo te traiciona; primero la espalda y ahora el pie.
Llegas a la parada. Estás a tiempo. Tienes suerte que pocas personas esperan la misma guagua. Te percatas que hoy no tendrás que ir parado o ceder el asiento para ser visto como todo un caballero. Todxs se montan. Te toca entrar y pagar la tarifa. Lo haces con un pase estudiantil y procedes a buscar un asiento. Rápidamente, buscas uno con mayor espacio para tus piernas. Es el primer asiento, ese que está junto al de impedidos. Lo viste desde afuera. Está libre. Después de todo, tu altura y la transportación pública no se mezclan muy bien. O sea, no mezclan y punto. El medir 6 ‘7 en estos casos es una desventaja.
Te sientas. Juegas con tu iPod rosita para impedir que otras personas te hablen. Hoy no quieres escuchar a nadie. Usualmente te quitas los audífonos en el metrobús, ya que te gusta jugar a la ruleta rusa y ver que personaje te hará preguntas incómodas o te compartirá información no deseada. Hoy no. Hoy no quieres escuchar, solo llegar a tu destino.
La guagua arranca. Está absurdamente vacía. Solo hay siete pasajerxs y la conductora rubia de siempre. Sonríes. Ese peróxido le queda tan mal, pero ella es tan nice que ya ignoras su pajosa cabellera. Dentro de ti, una frase negativa parpadea en tu cerebro “Esto no va a terminar bien”. La guagua, de corrido, pasa dos luces y en la tercera se detiene. Se monta un señor engabanado, bien peinado, que huele a vejez disfrazada con perfume. En sus manos lleva unas rosas. Parece que se dirige a un date. Tiene pinta de ser un buen partido para las Golden Girls o Murder, She Wrote. Sonríe. Se sienta detrás de ti y comienza a hablar con una persona.
La guagua arranca nuevamente. Estás a ley de tan solo unos minutos de tu parada. El semáforo hace que la conductora detenga la travesía. La luz cambia, pero un cantazo en la puerta hace que la M3 se detenga. Una madre con dos niñas le insiste a la conductora que le abra. Lo hace, pero le regala el mismo speech pendejo memorizado de siempre; “Sabes que no puedo recoger gente fuera de la parada, pero como eres una madre haré una excepción”. Si se hubiera ahorrado el speech, ya hubieran arrancado. La madre monta a su prole. La primera en entrar es una niña negra de unos 5 años vestida de hada. Su trajecito es rosado y sus alas son blancas; lleva un pantimedias blanco y unos zapatos que no combinan con el ajuar. Su afro lo lleva amarrado y brilla gracias a la escarcha de su varita mágica que revolotea por todos lados.
Se sienta justo frente a ti. Te mira. Sonríe. Le devuelves la sonrisa, después de todo no eres un ogro y menos con tan semejante escenario. Su madre, con la segunda cría en mano, igual de linda que la primera pero en miniatura, busca las monedas para pagar la tarifa del bus mientras que algunos pasajeros acomodan el coche bajo el asiento. Haces tu parte. Eres un caballero después de todo. Al sentarte, te percatas que el hada rosada se acercó más a ti. Tu espacio personal se ha ido a la mierda. No dices nada ya que solo quedan unos minutos para bajarte de la guagua, bañarte y comerte las sobras de ayer mientras descargas ilegalmente el último episodio de Mystery Inc.
Vuelves a enfocarte en tu iPod. Subes el volumen. La niña roza su varita mágica por tu rodilla derecha. Deja un rastro de escarcha. Mueves la pierna. El hada nuevamente juega con tu rodilla. Derrotado, decides ignorarla. Miras por la ventana. El tráfico está congestionado. Los pocos minutos se convierten en varios más. Si no estuvieras tan cansado, tocabas el timbre, te bajabas en la próxima parada y caminabas a la calle Américo Salas donde vives. No lo haces ya que el espolón te molesta como nunca. Por un momento la niña deja de jugar con tu rodilla para jugar con su nariz. La guagua arranca.
Miras a través de la ventana y sonríes. La niña te mira con el dedo dentro de su nariz, tan así que casi pareciera que juega con el cerebro. Saca su dedo. Mira su atuendo y te mira a ti. Te compones en tu asiento. Tratas de alejarte. El hada rosada mira su tesoro. Poco a poco en su cara se dibuja una pequeña y maliciosa sonrisa que claramente muestra la falta de uno de sus incisivos superiores. Sabes por donde viene. Tratas de llamarle la atención a la madre moviéndote en tu asiento. Pero la pobre está tan cansada que no logra percatarse de la situación. La entiendes. Después de todo, eres hijo de una madre soltera.
La pequeña mano gordita lentamente se acerca a ti. La situación es tan absurda, que hasta puedes escuchar de fondo la música de Jaws. En la punta del dedito de esa pequeña mano puedes ver un moco verde y blanco. Se parece a Slimer, el famoso fantasma verde de los Ghostbusters. Se nota que ese moco es carnoso y pegajoso, de esos mocos que hasta la máquina de lavar tiene dificultad para borrar. En menos na’, la niña lo pegó a tu rodilla. Escogió ensuciarte a ti sobre su ajuar rosado. Ella volvió a su mundo sin importarle nada. Volvió a jugar con su varita mágica llena de escarcha. Tú, sin embargo, respiraste. Miraste el techo de la guagua, luego el piso, hasta que desviaste tu mirada a la ventana y te fijaste que mientras todo esto pasaba, la MIII sigue su camino y pasa por alto tu parada. Respiras nuevamente. Jalas el cordón del timbre, te levantas del asiento, caminas hasta la parte trasera de la guagua, te detienes frente a la puerta. Mientras bajas los escalones, miras como el hada impecablemente rosa se despide de ti con la misma mano con que te pegó el moco.