Por Esdras Millán Borrero
Dicen que el que compra una motora, compra su muerte. Para Emilio Negrón esta frase cae como anillo al dedo. Emilio era un hombre de pueblo, que como cualquier joven sentía un aire de invencibilidad. La juventud no solo lo hacía sentirse inmortal, sino que también le quitaba el buen juicio. La adrenalina que le corría por las venas cuando sentía el calentón y el rugido de su motora hacía que se le olvidara la fragilidad de la vida y la soledad en la que se encontraría su familia en el evento de su muerte.
Un lunes por la tarde, Emilio se preparó para correr. Se puso una bandana con jeroglíficos taínos para resaltar sus rasgos de nativo borincano. Tenía un chaleco de cuero negro con un sol taíno cocido por su abuela. Se puso un mahón Levi con unos chaps de cuero que había heredado de su padre que entrenaba caballos. Le dio un beso a su esposa Gloria y antes de sacar la motora de la marquesina, le recordó a su hijo Luis que le diera comida al perro.
La motora se movía con gracia y suavidad por la carretera. El sol bajaba y le daba un color rosado al cielo. Palomas volaban en manada. Emilio sentía la brisa acariciando su piel y le hacía sentir una mezcla de frescura y libertad que no la podía comparar con nada que había sentido en sus veintidós años de vida. Pasaba a través de un barrio que ya descansaba. Era el comienzo de la semana y los títeres y bandoleros ya estaban cansados de la cocaína y alcohol que ingirieron en el fin de semana. Así Emilio se paseaba por un pueblo con paz y tranquilidad, pero los vientos no se llevaban consigo las tragedias de la tarde, porque la muerte rondaba, pero el esplendor de aquella tarde la arropaba y nadie la presentía.
En las calles del barrio, Emilio manejaba lento, pero el rugido del motor parecía pedirle velocidad y él no tenía problema en satisfacer aquella hambre mecánica. Él iba a visitar la casa de su tío y al salir de las calles de la parcela en la que vivía, se encontró con una carretera principal vacía. Era una carretera que con un puente cruzaba el Río Grande de Manatí, río que une al pueblo de Barceloneta y Manatí y que suele ser el punto de reconocimiento de la colindancia de ambos municipios. Al cruzar el puente, se encontró con la gran recta de Manatí. Al ver el río por su retrovisor, apretó el acelerador y alimentó a su motora con la velocidad que tanto ansiaba. Cruzaba la recta llena de vacas pensando en la cerveza fría que se tomaría con su tío y en el queso frito con guayaba que siempre le servía su tía. Los aires de libertad también hacían que ignorara el fuerte olor a mierda que decoraba la recta.
En su norte, él veía los llanos costeros de Manatí llenos de bolas de heno. Más lejos aún se veía el comienzo de la cordillera central y las montañas del pueblo de Ciales. Ya el cielo había perdido el color rosado hermoso y la poca luz del día que quedaba alumbraba el cielo de la isla del encanto que se tornaba en un gris claro. Ya cuando iba a unas setenta millas por hora, se le apareció una camioneta en la carretera, tan llena de hierba cortada que se desbordaba de la caja. De hecho, era tanta hierba que le tapaban los retrovisores. Cuando Emilio le iba a pasar por el lado a la camioneta, ella también cambió de carril. En el intento de esquivarla, Emilio hizo un movimiento en el guía que lo sacó de la carretera. Esto hizo que la motora lo catapultara contra un poste. A setenta y cinco millas por hora, la cabeza de Emilio se reventó tan fuerte con el poste que le sirvió de guillotina. Su cuerpo decapitado cayó en un pastizal a lo lejos y lo que quedaba de su cráneo y cerebros se quedaron pegados en aquel viejo poste. La motora, sin embargo, cayó en un ancho pedazo de pasto que algún día sería heno y no sufrió daño alguno.
Al llegarle la noticia a Gloria sobre la muerte de su esposo, entró en angustia. Una tarde en la cual ella solía ayudar a su hijo con las tareas, no imaginó que le iban a llegar la noticias de que su marido había muerto. El cuerpo fue encontrado por un veterinario que terminaba de inspeccionar a las vacas de una vaquería cercana. La motora fue traída hasta la casa de Gloria. Al ver la motora que mató a su marido, pensó quemarla. La motora que la dejó viuda y a su hijo sin padre se veía intacta, mientras el cuerpo de su esposo decapitado se cremaba en una morgue. El pensamiento de quemar la maldita motora le pasó por la mente tantas veces que una semana después del entierro de su marido, Gloria tomó un galón de gasolina y unos fósforos para acabar con ella. Pero eran las tres de la mañana y había bebido bastante vino y pensó qué tal vez alucinaba cuando la motora se prendió. El galón de gasolina se le cayó de sus manos y se derramó por el piso, y la borrachera que tenía se le quitó. Aunque la motora dorada no prendió su foco, si rugía como cuando su esposo Emilio la prendía.
Al día siguiente invitó al mecánico del pueblo a que examinara la motora ya que la máquina continuó prendiéndose sola y se tardaba horas en apagarse. El mecánico, un hombre barbudo con unos cincuenta años, llegó a la conclusión que, en un mal golpe, posiblemente adquirido en la desgracia que ocurrió, la motora obtuvo un imperfecto en el motor que hacía que se prendiera sola. Pero lo que le parecía más extraño a Gloria era que solo prendía cuando bajaba el sol, así que llamó a su mejor amiga, que decía tener una abuela santera, y esta le dijo que seguramente la motora aún tenía el alma de su esposo.
Gloria no era una mujer supersticiosa, pero no hallaba otra explicación sobre por qué esta falla mecánica solo ocurría por la noche. Las primeras veces que la motora cobró vida, su hijo salió corriendo, pensando que su padre había vuelto del cielo en el que su madre le decía que él descansaba. Al ya no poder más con la maldita motora, Gloria consiguió un joven llamado Daniel Nogueras el cual se había graduado de la escuela con Emilio. Daniel sin embargo era un conocido de Emilio, no un amigo, de esas personas que, aunque las saludes todas las semanas, las conversaciones que tienen no duran más de cinco minutos y no abordan más del “cómo estás” o “cómo van las cosas”.
Por cinco mil dólares Gloria vendió uno de los recuerdos más sagrados de su esposo, y según su amiga con sangre de babalao, posiblemente hasta su alma. Parecía una de las mejores decisiones que había tomado en su vida. Ganó dinero en momentos difíciles y se libró de aquella vil motora. Al venderla había completamente escondido el hecho de la supuesta falla mecánica.
Daniel montó su nueva motora en la caja de su camioneta con la ayuda de unos vecinos de Gloria. Todo el camino del pueblo de Barceloneta a su casa en Ciales, Daniel iba imaginándome cómo se sentiría pasear a su esposa en la motora y disfrutar de los atardeceres en las bellas playas del norte, playas que turistas de todas partes del mundo iban a ver y que la mayoría los locales las pasan por desapercibidas.
Al entrar por el portón de su casa, su jauría, que con los años habían adoptado, rodearon la guagua y comenzaron a ladrar. Nunca habían hecho esto en los cinco años que lleva Daniel viviendo en su solar en Ciales. Caridad, su esposa, salió asustada por la conmoción. Al Daniel bajarse de su guagua, era claro que no era a él a quien le ladraban, si no a su nueva motora. Daniel regañó los perros y estos se fueron con los pelos encrespados y muy incómodos con la nueva adquisición. Su esposa Caridad, con rulos en el pelo, en pijamas y con chancletas, le decía que le iba a hacer un café. Daniel emocionado entró, y le contó a su esposa sobre la motora mientras tomaban café en el sofá. Ya al beberse el café, Daniel y Caridad se acostaron juntos en la sala mientras esperaban ver la novela turca de la tarde. El soñaba despierto acerca del rugido del motor entre sus piernas. Mientras Daniel acariciaba la piel de su esposa, le contó sobre el final del último dueño. Los pelos se le pararon a Caridad y luego comenzó a gritarle a su esposo sobre la mala decisión que había tomado. Que cómo se le ocurría comprar una motora así, y él le contestaba que un mejor precio para una motora de esa calidad no iba a surgir en ninguna otra circunstancia.
Caridad miró con sus ojos negros como la noche a los ojos color miel de su esposo y le suplicó que no montara la motora. Daniel negoció a no montar la motora ese día, pero para no sonar que estaba siendo sometido por su esposa, dijo que era que simplemente no se podía perder la novela turca. Al caer las diez de la noche, Daniel y Caridad terminaron la telenovela, que, según sus críticas, era mejor que la última novela mexicana que habían visto. Ambos, ya en su cuarto acostados, disfrutaban del calor del uno y el otro hasta que el sereno los mandó a dormir.
Caridad, quizás por la brutalidad y violencia de la telenovela o por la preocupación con su marido, soñó con la muerte de una yegua que tuvo en su infancia. Temblaba con el dolor y el estrés que le daba el sentido de impotencia ante el pobre animal. Su marido dormía y también soñaba. Daniel veía un atardecer al lado de su esposa, pero ella no era la mujer de veinticinco años que es ahora, si no la niña de quince años que una vez fue cuando conoció a su segundo y último novio. La armonía de ver a su hermosa novia y el atardecer fue interrumpida por los llantos y gritos de su esposa y los ladridos de sus perros. Caridad le gritaba y le mandaba a que fuera a ver que había, pero que tuviera cuidado. Se escuchaba un escándalo y un rugido. A pesar de que Daniel no era un hombre que iba en malos pasos, pensó lo peor, y agarró su revólver antes de salir de su cuarto. Al entrar a la marquesina vio la motora prendida y rugiendo, pidiendo velocidad.
Nota del autor:
Esta historia se basa en hechos reales que he distorsionado intencionalmente. Traté de contarla lo más parecido a como me la relataron, incorporando elementos de la cultura puertorriqueña en la que crecí.



