bandera de estados unidos entre palmas

Cura para la ansiedad roja, azul y blanca de Attiana Recio

"Algunos vuelos despegan y otros aterrizan, pero no llegan con aplausos".

Me duele la cabeza y mi corazón late rápido, pero ya no puedo ir al médico. Siempre es la misma respuesta. Me siento y pregunto: “¿Qué puedo hacer, doctor?”, y él responde entregándome una receta médica para unas pastillas genéricas para la ansiedad. Eso no hace nada. 

Me despierto todos los días y veo las noticias. Asesinatos, deudas, pobreza, escuelas que se les cae el techo y gente que abandona la isla. Los aviones de JetBlue siguen saliendo, como en los que se fue mi familia. 

Se acelera mi corazón. 

Algunos vuelos despegan y otros aterrizan, pero no llegan con aplausos. Las caras que salen del avión no se parecen a las mías. Sus palabras no las entiendo. Me tiemblan las manos. “¿Qué puedo hacer, doctor?”, insisto. Mis hermanos no saben hablar español y sus ojos ya no reflejan los míos, pero al menos ahora saben escribir un ensayo. 

Me duele la cabeza. 

¿Debería subirme a ese avión, el avión que me llevará a la tierra prometida donde todo es posible? Me gradué de la escuela, pero todavía no sé sumar treinta y seis más dieciséis. 

Mi corazón late rápido. “¿Qué puedo hacer, doctor?”. 

Ya me atragantaba la pregunta. Me dice que la cura reside en el número cincuenta y uno. ¿Tengo que abandonar todo mi ser para curarme de estas ansias que me hacen temblar? Siento el dolor en mis hombros. ¿Debo vender mi tierra para recuperar a mi familia? 

Me duele la cabeza. 

“Doctor, ¿puede regalarme cinco miligramos de una buena educación, de una buena casa, de un mejor gobierno?” 

¡Qué dolor tengo! 

“¿Quince mililitros de un trabajo con buena paga, de una buena vida? Dígame que sí doctor, que me quiero quedar aquí”. 

Mi corazón late fuerte “¿Qué puedo hacer, doctor?”. 

No quiero dejar todo lo que amo para poder ser feliz. ¿La cura es una mejor educación o gobernanza? Alguien que me diga y haré una pastilla para que todos podamos tomarla. 

Siento fuegos artificiales estallando en mi pecho, chispas encendiendo una llama en mi corazón y pulmones. No puedo respirar. Mis pies se arrastran por la tierra de la que soy parte. Se quieren plantar como las Ceibas que residen en Quebradillas. 

Mi corazón late rápido. 

Quiere escapar de mi pecho y ser libre como las palomas del Viejo San Juan. Compro un pasaje. Mis manos me tiemblan. Quieren guiar mi cuerpo al ritmo de los tambores que suenan en la plaza. Pero caigo en las manos de un hacha, que me corta las alas y me lleva a un lugar en donde no hay música. 

Me duele la cabeza. 

Me encuentro cara a cara con el pájaro de metal. Se supone que me lleve a la libertad, a una mejor vida. Me siento en el avión. Puedo oler el sudor de las personas que están a mi izquierda y a mi derecha. Estoy atrapada. “Que tengas un buen vuelo”, escucho por el micrófono, pero el avión despega y siento la presión en mis oídos. La sangre latía en mis tímpanos, suplicando por libertad. El avión zumba más fuerte y rápido. Sus ruedas ardientes por el asfalto. 

Me duele la cabeza. 

Siento la sangre palpitar, amenazando con escaparse por mis oídos, mi garganta, mis ojos. 

Mi corazón late fuerte, “¿Qué hago, doctor?”. 

El avión despega. Puedo sentir mi cuerpo estallar, la sangre de mis venas derramándose entre los asientos y la gente que me rodea. Sangre roja, blanca y azul; pero no alcanzo a ver si una mera estrella se derrama o si son cincuenta.

La.Corcheta
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