—Cuando se muera, tiramos la cama por la ventana.
Ana disfrutaba en secreto el comentario de Don Hernán. Ella llegó a la casa con su padre, quien tenía un talento innato para domar la caoba. En un mes había terminado con la encomienda: una cama estilo barroco de cuatro pilares como los del altar mayor de la Catedral de San Pedro. La cama se convertiría en residencia permanente de la madre de Hernán —paralizada por una caída que no la mató. Ramón, el padre de Ana, se convertiría en residente del garaje al fondo de la marquesina y ella —huérfana de madre— del fogón.
Esa tarde Don Hernán, desinhibido por el “palito” de ron que se daba los viernes con Ramón en “la covacha” —como le decía al garaje— expresaba libremente su sentir. Se desahogaba con Ana, con quien tenía una relación de hermana, liberada de los desencantos que trae la conexión de sangre. Ella –no se fiaba mucho– sabía que a pesar de las cicatrices que le había dejado el primer ataque a los cuarenta, él tenía un buen corazón. Se había curado con su sentido del humor.
—Te voy a conseguir dientes, Ana —él le había dicho hace años, el día que se percató de que ella se cubría la mella— en esta casa, el mejor remedio es la risa. Porque la risa nos mantiene más razonables que el enojo. No se puede dejar que nos mate del corazón a todos —se reía como niño que calla una maldad imaginaria. Ana recordó el comentario malicioso. Imaginó la posibilidad de desmantelar la cama, pasarla a través de la ventana, los pilares torneados que con tanto esfuerzo había hecho su padre. Se aguantó la carcajada, pero se le cayó la caja de dientes al piso de rompecabezas de cuadritos blancos y negros de la cocina. Disimuladamente, recogió la risa sin que Paca, entretenida pelando papas, lo notara. La limpió entre sus enaguas blancas y el delantal del uniforme de algodón azul que su tía planchaba los miércoles en la casa del lado —la del pintor— dejándolo más tostado que su piel.
Ana, convertida devota después de su paso por el colegio dedicado a niños de pocos recursos, gracias a la caridad de las monjas del Sagrado Corazón, se confesó ese domingo temprano.
—Perdóneme, padre, porque he pecado —refiriéndose al deseo de hacer del comentario descabellado de la cama, realidad.
—¿Pero has obrado hija?
—¡Ay, dios me libre! Padre es que… esa señora… un día, porque le traje el periódico tarde a la cama, me dio con él en la cara. Todos en la casa tienen “lucha con ella”. No es justo padre, no es justo.
—¿Recuerda, hija mía?: la otra mejilla, recuerda, la otra mejilla —mientras Ana lo escuchaba con resignación.
Después de la misa, Ana se encargaba de que todo estuviera preparado para el almuerzo prematuro, servido en el cuarto, del que todos hubieran querido abortar. Quitaba el mosquitero sujetado por los pilares de “San Pedro” —el cual un gato negro convertía en hamaca todas las noches— y ayudaba a vestir a la madre de Hernán. Vestía un luto eterno, delgada como su bastón negro laqueado que solo usaba para marcar la hora. Preparaba, durante toda la semana, flechas envenenadas de prejuicio que, con precisión, clavaba en las inseguridades de los invitados. Hacía del día, la noche. Opacaba con su presencia.
A las dos en punto se incorporaba y presidía en la cabecera de la cama en el cuarto que ahora se convertía en recibidor. En el tope de mármol blanco de la mesa de noche, partía los hielos que sacaba de la copa de filigrana helada que allí colocaba Ana. Era su manera de avisar de que ya estaba lista para recibir. “Lo hace para mortificar”, pensaban todos los hermanos que, reunidos en el comedor de la casa, raspaban el cristal de la copa con las cucharas de plata, el azucarado amarillo cremosos mezclado con el merengue de isla flotante, escuchando el amargo sonido.
El primer invitado en subir era su preferido; con uniforme blanco del Navy, trayendo flores, historias, y el mismo “amigo” que ella aseguraba nunca haber conocido.
—Buenas tardes. ¿Quién eres tú? Es que son tantos los amigos que trae que ya se me olvidan los nombres. Llegaba también la que ella llamaba “nena”, quien se había unido al Cuerpo de Enfermeras del Ejército. Sola.
—¿“Nena”, no has disparado al corazón de algún soldado? Mira que “se te va el tren” después de los veinticinco. Es que tú no te “vistes”. Si te arreglaras mejor ese pelo y te pusieras un poco de lipstick… En mi época ya estábamos todas casadas, hace rato a tu edad. Ya yo los tenía a ustedes tres. La “nena” recostaba su mirada de océano en el rostro de la cara amargada y desgastada, por tanto restregar ropa sucia en el río, de la mujer en la pintura que colgaba detrás de la cama. El vecino llegaba siempre tarde y a menudo traía una de sus últimas pinturas, convirtiendo el cuarto en atelier con óleo fresco. El aroma se esfumaba cuando, desde la cama, disparaba su última flecha envenenada al resignado pintor.
—Te lo he dicho ya, que te quedan mejor los flamboyanes -mientras señalaba la pintura- Se parece a la que plancha los uniformes ¿No conseguiste una modelo blanca?
Hernán, quien había subido último, observaba la cama, desarmando cada pilar con los ojos. El colchón al piso; el marrón daría en una de las patas, desequilibrando la base; cada una de las maderas transversales se astillarían hasta partir; los pilares caerían rendidos; la cabecera ya no tendría cabeza para presidirla y se doblegaría ante el impacto de la explosión de los años de abuso y opresión. Mientras, detrás de la puerta de la cocina —tipo saloon de película western— esperaban la señal de que habían terminado “los flechazos” y las obligatorias visitas de cortesía para pasar a la mejor parte del día; “Sunday Nights in Latin América” en la radio.
Las puertas del “salón” se abrían. Salía Paca quien, a pesar de su edad, mantenía un espíritu adolescente. Ana le seguía. Habiendo terminado las labores en la cocina, se unían a los que poco a poco bajaban, para comenzar el baile. Las rizas se entrelazaban, mientras los más expertos guiaban la guaracha. Salía el sol en plena noche. Hasta que sonaba el bastón. Diez veces se escuchaba retumbar entre las rendijas de los tablones del techo haciendo llorar la lámpara colgante de cristal. Marcaba que ya era la hora de apagar la fiesta. El bastón sonaba igual al tambor de la procesión fúnebre del Rey Jorge XVI, que habían escuchado en la radio ese año. Ana se persignó. Primero la tiraron por la ventana. Luego la cama.