A las 6 p.m. de un jueves, celebrar Halloween en la urbanización nueva fue un choque cultural. Para empezar, estaba iluminado en un mundo donde el cielo había perdido sus estrellas y la luna. Si fueras mi hermano, dirías que crecí en la oficina de Thomas Edison mientras intentaba inventar la bombilla, considerando la cantidad de postes apagados en mi cuadra. Si fueras fan de los superhéroes como yo, dirías que mi calle era el mismo callejón por donde
pasaron Thomas y Martha Wayne la noche que los asesinaron.
El olor a lluvia y la emoción de la noche hacían cada respiro más profundo. El viento se sentía como hielo bajo mi sombrilla negra y cada vez que veía un minion o un beetlejuice empapado corriendo detrás de los tazones de dulces, temblaba en las botas.
En mi urbanización, una multitud de veinte niños pidiendo dulces ya era bastante. Aquí, me rodeaba un mar abrumador de criaturas y caricaturas conocidas. Me dolían los talones, no por la caminata, sino porque los vecinos que me pisaban al correr hacia la próxima casa. Cada casa era un cubo decorado de negro y naranja lleno de animatrónicos de Halloween y los murciélagos pegados en las paredes, con proyectores de otoño que iluminaban las entradas, hacían que el camino hacia los tazones de dulces fueran más atractivos que las notas suaves de Nightmare Before Christmas, opacadas por el canto de “Halloween, trick-or-treat.”
Al final de la noche, mientras regresábamos a mi urbanización estilo noir, no pude evitar lamentar la visión de una vida distinta, una que se sentía casi tangible en esa claridad. Pero justo cuando llegamos, el poste frente a mi casa parpadeó y no pude evitar sonreír y pensar que la bombilla finalmente había decidido funcionar, a su manera.