Si tuviera cinco años y tú siete

"Si tuviera cinco y tú siete, te apretaría más duro que nunca, intentando fundirte entre mis brazos para así nunca perderte."

Paula Figueroa

Si tuviera cinco años y tú siete, estaríamos donde estuvimos aquel día húmedo, ahogándonos entre risas y chorros de agua, entre maullidos y ladridos. Nos despeinaríamos sin preocupación alguna y en nuestros monokinis correríamos por el frente de la casa mientras el sol baja un chin más cada minuto. No nos daríamos cuenta de que el día se despediría de nosotras, pues la diversión sería tanta que la luz no haría falta. Te escucharía gritando mi nombre mientras te ignoro por intentar tomar agua del chorro de la manguera fingiendo ser un perro, o un gato, como los miles que vivían en nuestra calle. La sombra del árbol de María nos protegería del sol rasante que se posaba sobre nosotras, y las hojas gruesas adornarían nuestros pelos que en ese instante se identifican como nidos de ratón. Si tuviera cinco años y tú siete, la vida sería más sencilla, sin todas las preocupaciones que tenemos hoy en día: que si llegar al trabajo a tiempo, pagar cuentas a tiempo, sufrir por amores fracasados. Nada de eso existiría para nosotras. 

Lo que daría por tener cinco y tú siete, que nuestros nidos de ratón sean el canvas para el próximo cuento que iba a escribir y las gotas de agua las culpables de que nos convirtiéramos en sirenas. En ese patio nos transformábamos en seres místicos. Ahí escribí canciones, dibujé mis rodillas con sangre y gravilla, pero sobre todo, en ese patio te conocí y tú a mí. Lo que daría por tener cinco y tú siete y empezar de nuevo, mejorar nuestro amor y cultivarlo desde más temprano. Lo que daría por escuchar tu voz de niña y responder cada vez que llamabas mi nombre, nunca dejándote pasar desapercibida.   

En esos días, que existen tanto en la lejanía como en la cercanía de mi memoria, nos pasábamos las tardes rastrillando las hojas que habían agotado su habilidad de vivir. Si no, lavando el carro que resultaba en un baño a gran escala donde salíamos más limpias nosotras que el carro. El olor a Almorol era el protagonista de esas tardes, donde juntas creábamos un arcoíris atravesado por burbujas. Solíamos gastar casi todo el jabón en esas burbujas, claro, pues hacer burbujas parecía muchísimo más importante que enjabonar el bonete y que quedara limpio y brilloso. Los gritos de los vecinos nos desenfocaban de nuestro trabajo; ahí volvíamos a ser niñas. Soltábamos los paños, cepillos de dientes y cubos de agua para irnos a correr bicicleta y jugar guillotina en casa de Vivian, nuestra vecina del lado. Casualmente su nieta se llamaba Paula, igual que yo, causando siempre confusión en quién se quedaba en escondite y a quién le gritaban desde el otro lado del portón. Éramos completamente libres. 

Esa casa, nuestra casa y hogar infinito. Ahí nos conocimos, pero la tuvimos que dejar atrás. Dejamos atrás esas tardes donde lo menos que queríamos hacer era estar adentro y luchábamos contra el sueño con tal de disfrutar, con tal de vivir. Recuerdo sentir ese día las hojas cayendo sobre mí como cae la nieve en invierno, pero mejor, porque el frío era inexistente, solo conocíamos el calor del sol y las caricias de las hojas del árbol de limón. Mamá nos convenció de entrar a la casa un rato. Nos vendió el descanso enmascarado en una limonada fresca hecha con los limones del patio. Creo que ese árbol ya no existe, aunque espero que sí. Antes de irnos, recuerdo que el tronco estaba comenzando a enfermarse. A lo mejor sufrió un desapego que resultó mortal, pues ese árbol nos vio crecer, nos dio de comer, y luego vio cómo lo abandonamos. Cualquiera muere por un abandono de esa magnitud, pues ahí lo dejamos sin mirar atrás. 

Los limones más dulces y jugosos nacían en ese patio y morían en mi estómago. Con ellos cocinábamos, hacíamos jarabes con miel que curaban cualquier catarro y las mejores limonadas de la calle General Patton. Definitivamente menospreciamos ese regalo que vivía en ese pedacito de tierra, árbol sembrado por manos sedientas del aprecio que recibirían esos frutos. 

Las piedritas de gravilla se ponían más filosas con cada pisada, el piso más caliente con cada minuto, pero la felicidad era tanta que no había nada que nos quitara la sonrisa de la cara. Recuerdo tu sonrisa bailando con la mía y cómo dentro del juego aún encontrábamos maneras de pelear. Pero no peleas serias, sino que mayormente era yo peleando por tu atención, pues eso era todo lo que me importaba a esa edad. Ser importante en la vida de una hermana mayor, ¿qué más deseable que eso? Te veía como mi mejor amiga, maestra y líder de nuestra tribu. Aún te veo así, pero ya las peleas no constan en buscar tu atención, ahora son más superficiales, pues pasamos tan poco tiempo juntas que mínimo tenemos que pelear por la ropa. Busco peleas para recordar quiénes fuimos juntas, ese junte que ya no existirá nunca. Ya van setenta y cuatro días que no te veo. Nuestros encuentros cada vez son menos, con más tiempo entre cada uno. Casualmente mañana aterrizas en casa, pero luego de unas quince horas, vuelvo y me despido hasta sabrá Dios cuándo. En esto consisten nuestras vidas ahora. Ya no corremos por el patio ni por la calle, ahora corremos por mundos diferentes, viviendo vidas completamente diferentes. Tú cogiendo frío en Nueva York, y yo huyendo del sol de primavera en un Puerto Rico que se quiere quemar por tu ausencia. 

Recuerdo las orugas subiendo lentamente por los troncos, encontrando el lugar perfecto para realizar la metamorfosis. En ese proceso nos encontramos nosotras ahora, evolucionando cada día hasta convertirnos en seres completos, en mujeres conscientes del mundo del alrededor. Me gustaría pensar que la etapa de oruga dura para siempre, para así existir en la ingenuidad, protegidas del sufrimiento y caos del mundo real, protegidas de lo efímero de la juventud y la belleza. Ojalá fuéramos esas sirenas callejeras corriendo sin cola y sin motivo alguno. Si tuviera cinco y tú siete, te apretaría más duro que nunca, intentando fundirte entre mis brazos para así nunca perderte. Perdida no estás, de hecho, pero ya tu olor no me es tan familiar, ni tus buenos días tan seguidos. Todos los días es un nuevo comienzo donde la vida nos presenta con nuevas oportunidades de ser, de crecer. 

Aún así, no fallo en recordar cómo existíamos juntas y cómo peleábamos hasta no tener las energías para más. Peleas a raíz del amor de hermanas, el cuál jamás cesa, pero a veces resulta en querer arrancarnos las cabezas. Ya casi olvido ese sentir. Ya no quiero pelear contigo, mucho menos por la superficialidad del mundo material. Quiero recordar para siempre nuestra vida de niñas y cobijarme en ese sentimiento de libertad, en ese sentimiento que me causa cosquillas en la parte de atrás del cuello. Quiero recordar nuestras risas creando una melodía perfecta para adornar nuestros días llenos de burbujas de colores. Quiero recordar para nunca olvidar. Hoy soy yo la que se va, la que deja atrás un pedacito de casa. Duelo por el adiós esperado, pero sonrío por ese último abrazo dado. 

La.Corcheta
La.Corcheta
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