La guarida de New York

"Ángel S. Cadete de la República al servicio de don Pedro Albizu Campos."

Miguel Fiol Elías

Ángel llegó tarde al juego de dominó. Cuando entró a la salita del apartamento llamado el “Club de los Boricuas” se notaba trastornado. Llevaba un bolso de papel viejo que abrazaba con recelo.

―Oye Ángel, te perdiste la chiva que le dimos a estos pájaros ―dijo Julio, el mayor y canoso, un tecnólogo médico retirado del Hospital Columbus de Nueva York.

―Les tengo que contar lo que me ha pasado ―mencionó Ángel, sentándose en el mismo lugar  en donde jugaban todos los sábados por los últimos veinte años. Había llegado de la isla, igual que  los otros, hacía veinticinco años. 

―Oye, Ángel, ¿sabes algo de los boricuas que dieron unos tiros en Chicago en protesta por el abuso de los trabajadores de una fábrica de hamburguesas en el sur? ―preguntó Julio.

―Estoy enfermo con eso. 

―Desembuche, antes que empecemos un nuevo juego, bro.

Ángel colocó el bulto que traía a su lado en el piso, como el que se desprende de un bebé, con cierta  ternura, aunque temerosa para sus compañeros; hombres rudos y fuertes, muy acostumbrados a ocultar sus sentimientos. Claro, excepto en el juego de dominó, el teatro de sus preocupaciones. Podían jurar, gritar, maldecir y beber ahí hasta que se les soltaba la lengua y hablaban a to’ fuete especialmente de la isla dejada atrás, pero siempre presente.

―Mi esposa tiene un hermano en Chicago que estuvo envuelto en ese tiroteo con la policía. Es un tipo cojonudo y defiende a los compañeros de huelga.

―Te tenías eso callaíto, bandido ―dijo el tercer hombre, el pequeño y gordito, José Carlos.

―Pues pasó que el hermano salió ileso, pero se escapó del área. Lo busca la policía y el FBI y ¿adivina dónde vino a parar?

―Atiza, eso te convierte a ti y a su esposa en sospechosos por ocultar a un prófugo de la justicia ―respondió Julio.

―Oye, José, pásame un buen trago y ponle ron doble ―vociferó Ángel antes de seguir narrando.

Solo el palo de ron cayendo en el vaso de cristal en ese cuarto lleno de recuerdos de más de dos décadas. Allí estaban apartados de sus hogares perteneciendo a un reducido grupo, un Club de Boricuas en algún lugar del Bronx, en  New York. Se trataba de un edificio decaído con pasillos oscuros y donde la gente entraba y salía sigilosamente. En las paredes del cuarto había retratos de  Roberto Clemente, de el Cacique Agüeybaná  y el profesor de color Schonburg, Mariana Bracety y uno de Pedro Albizu Campos dando un discurso en Ponce. Había una cocinita bastante vieja y desprovista, una nevera sucia con cervezas y limones para el ron (perfecto para hombres solos que compartían un pasado del que no se hablaba normalmente).

―Pues el hermano de mi mujer, Juan Carlos, llegó escondido y medio maltrecho por el incidente y todo. Entró a la casa después de un viaje en carro con otro pana que siguió y mi hermana no lo quiere entregar a la policía.

Hubo silencio y se detuvo el juego.

Mientras tanto, Ángel recordó un cuarto de hospital, en el que estuvo una vez. Estaba vestido todavía con el uniforme de la parada y ella le sobaba los pies para tranquilizarlo. Era el Hospital de  Damas y las monjitas eran dulzura y cariño para todos. Había estudiantes de enfermería atendiendo a los heridos que llegaban, y ella les había dicho:

―Lo que dice un enfermo, se queda aquí. 

Sangraba del brazo izquierdo levemente y ella lo había curado. Temblaba y apenas con veintidós años había conocido a aquel hombre del lacito y que hablaba ferozmente en la Plaza las Delicia una tarde de septiembre de 1937. Después fue a Caguas a oírle hablar, pronto le dieron el uniforme que ahora tenía puesto. Luego del incidente en Ponce se pudo escapar del hospital, pero todo el mundo lo sabía. Se tuvo que marchar de Ponce. Se fue a la ciudad de Nueva York en EE.UU. Allá conoció a Lolita Lebrón. Ella, muy amargada por su situación, vivía soñando con volver.

―Y, Ángel, ¿qué vas hacer con el cuñado? ―le dijo Juan, despertándolo de su letargo.

―Le dije que pasara por aquí a conocerlos. 

―¡¿Cómo?! ―exclamaron los otros tres al unísono––. ¡Estás loco! ¡Nos cogerá el FBI al minuto!

―Ya debe estar por llegar ―se oyó un tocar duro en la puerta.

Ángel abrió y le dio una cálida bienvenida. Entró cojeando. Era un hombre joven de pelo negro, moreno, y tan asustado que se desplomó en una de las sillas. 

―¿Aquí es la guarida de los señores del “Club de los Boricuas»? Interesante ―dijo jadeante después de subir tres pisos del edificio.

―Oiga, bro, aquí no queremos trouble ―acotó Julio, medio ahumado ya, y sonriendo.

Se oyó de momento en la radio “La  Borinqueña Revolucionaria”. El grupo, en silencio, se miraron con ternura. Ángel se levantó con su bolso viejo debajo del brazo y fue al baño tambaleándose.

―Oiga, bro’ ―le dijo el cuñado de Ángel a Julio, el señor mayor―, ¿dice Ángel que en su juventud usted era de los buenos?

―Le voy a hacer un cuento al cuñado de mi querido amigo de tantos años, Ángel ―y se metió un trago más de ron.

––Mi mamá trabajaba en un taller de costura de un libanés en Ponce, don José, cerca del Charles H. Terry, el campo de pelota. Fui un día a llevarle una fiambrera. Ella me hizo que fuera a saludar a esta compañera de trabajo, costurera, que estaba sentada aparte. Era algo así como una audiencia real. Era una mujer alta, negra y de gran dignidad. Me acuerdo que sus manos callosas me sobaron la cabeza con mucho cariño y me dijo:

―Tienes que jugar con mi sobrinito Pedrito, el cual cuido desde que murió su mamá, es huérfano y su padre nunca se ocupa de él.

Al día siguiente mi mamá me llevó a Tenerías, un barrio a la orilla del río Portugués, a conocer a Pedrito y nos hicimos amigos. Decían todos lo  listo que era, tendría como quince años. Todos los niños le preguntaban de todo y él lo sabía.

―Dijo mi mamá que era un niño prodigio. Luego nos mudamos a San Juan y nunca más vi a Pedrito, pero sí oía de él, mucho, mucho… Todavía oigo sus discursos y recuerdo su presencia en Columbus Hospital, donde trabajé. Su cuarto siempre estaba lleno de gente que lo adoraba. Nunca le dije quién era, estaban todos fichados por el FBI y pues, tenía familia que mantener ―dijo con tristeza en su voz. Nadie lo miró ni reaccionó.

De momento, salió Ángel del baño y se acercó al grupo marchando. Se había puesto el uniforme más viejo que había visto el grupo: un pantalón que fue blanco y ahora amarillento, una camisa negra de manga larga con una corbata mal puesta; se paró frente al grupo de dominó y saludó con su mano en la frente a esa tropa estupefacta diciendo:

―Ángel S. Cadete de la República al servicio de don Pedro Albizu Campos.

Solo el cuñado lo entendió, los otros dos estaban jumos y se habían quedado dormidos encima de la mesa de dominó con pocas fichas, pues apenas habían empezado un nuevo juego.

La.Corcheta
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