Josué Roberto
Los gritos y platos rotos se escuchan en toda la calle, pero los vecinos ya están acostumbrados al concierto de violencia. Nadie llama a la policía; siempre es lo mismo: “Todo está bien, señor oficial. Aquí nada pasa. Mi marido y yo somos gritones, pero nada fuera de lo normal. Lo que pasa es que la gente de aquí es medio presentá’”. Manuel y su esposa, Helen, están por cumplir treinta años de casados, y nadie, ni siquiera sus hijos, celebran esta unión que ha perdido todo rastro de “amor”.
Al comienzo, los unió la rebeldía que escondía el sexo del cual sus padres trataron de espantarlos. Manuel arreglaba todo problema con sus manos y con los billetes que se lograba tumbar de las ofrendas en la iglesia. A Helen le gustaba utilizar brassieres de colores brillantes, que resaltaran de forma sutil debajo de sus blusas, y siempre tenía un par de cigarrillos escondidos en su biblia. Específicamente en Apocalipsis, se creía lista.
Una tarde, los planetas se alinearon entre la homilía y una fiesta pro-fondos para arreglos de la parroquia. Estaba tocando una orquesta tributo a la Fania, y el resultado fue un encuentro pecaminoso dentro del confesionario, que terminó con la concepción de su primer hijo.
Como era de esperarse, se casaron ante el Dios que disfrutaban no respetar. Manuel aún guarda como cicatriz indeleble lo que le recriminó su madre, quien no asistió a la boda: “Has traído maldición a esta familia. Dios no te perdonará”. Helen solo se llevó de su casa una colección de muñecas victorianas de porcelana, que originalmente pertenecieron a su abuela, luego a su madre y ahora a ella. Cada muñeca con trajes antiguos y corsés de alta moda, sombreros elegantes adornados con plumas suaves, peinados complejos, con el cabello dividido en tres secciones: dos delanteras que cuelgan onduladas, mientras la parte de atrás sirve para hacer un rodete, y accesorios que varían desde pequeñas carteras, hasta sombrillas y antifaces. Manuel odiaba las muñecas, pero alguien le había mencionado que, con el tiempo, el valor económico de cada una se elevaría, y pensó que nunca estaba de más tener un plan B en este país.
Con sus hijos viviendo en otros pueblos y sus vecinos subiendo el volumen de sus televisores para ahogar el horroroso estruendo, los únicos ojos que atestiguan la rabia de Manuel o los moretones y salpicadas de sangre de Helen, son los de las muñecas de porcelana. Este último episodio, que tiene las manos de Manuel alrededor del cuello de su esposa, estrangulando hasta que los capilares de sus ojos comienzan a reventar, mientras ella aprieta los antebrazos de él enterrando sus uñas y escarbando sangre, inició con la disputa de que ha llegado el momento de vender la colección de muñecas. Pero Helen afirma:
㇐Primero muerta antes de que vendas mis muñecas.
Manuel piensa que su mujer debe medir sus palabras, pues a estas alturas quizás le convenga que ella ya no esté. Él se cree muy listo.
En la noche, mientras Helen se baña y llora, Manuel se baja su botella de whiskey barato. Se lo bebe neat, no por respeto al licor, sino porque no tiene dinero para comprar agua de coco, o Perrier, o nada con lo que podría mezclarlo. El primer vaso es para tragar rabia; con el segundo piensa en cómo convencer a su esposa de vender las muñecas; el tercero lo hace cuestionar por qué no puede mantener un trabajo; con el cuarto imagina lo diferente que sería su vida si no la hubiese preñado; el quinto despierta el coqueteo con la idea de que quizás no sería tan malo si un día se le va la mano con Helen; el sexto trae la agria voz de su madre advirtiéndole sobre la maldición que contrajo al juntarse con esa mujer; el séptimo se choca con el olor del cigarrillo que Helen se fuma en el balcón, y el resto de la botella se fue teniendo sexo salvaje con ella. Fornicando, ambos se lastiman y el dolor parece ser gasolina para el fuego. La gritadera, como la anterior, es ignorada.
En la madrugada, con la garganta seca y la vejiga por explotar, Manuel se levanta sacándose bruscamente a Helen de encima. Hace lo que tiene que hacer en el baño y, al dirigirse a la cocina, se percata de que todas las muñecas de la sala están mirando en dirección a su cuarto. Un frío recorre su espalda y su piel se pone de gallina con todos esos ojos de cristal sobre él. Decide ignorarlo, no recuerda si siempre habían estado así. Mientras bebe agua, se cuestiona cómo nunca había prestado atención a cómo estaban las dichosas muñecas.
Se vuelve a acostar.
El cantar de los gallos que crían anuncia la mañana; él comienza su día, ella se queda durmiendo. Manuel vuelve a la sala y, con el sol en todo su esplendor, ve que las figuras victorianas ya no están mirando uniforme al mismo lugar. Cada cual está en su posición particular, posando en distintas direcciones. Él decide que todo fue su imaginación y que en la noche probablemente aún estaba borracho. Con café en mano, se acerca y examina cada una. Varias de ellas tienen manchas de sangre seca, y dos o tres unas manchas más recientes. Piensa: “Puñeta, ¿con qué saldrá la sangre?”
Toma una de las muñecas y la lleva a una casa de empeño sin decir nada. Allí le dan trescientos cincuenta dólares por la figura coleccionable. Triunfante, llega a la casa con una nueva botella de whiskey, pero se encuentra con Helen desconsolada. Se enredan nuevamente, primero a golpes y gritos. Sus vecinos los ignoran. Luego se toman un break de alcohol y cigarrillos para terminar en arañazos y gemidos. El sol es quien despierta a Manuel en este día. Su resaca le impide pensar que no es normal levantarse tan tarde con gallos en la casa.
Antes de poder levantarse de la cama, lo golpea un olor pesado a cobre y mierda que empeora sus náuseas. Al salir de la habitación, se topa con todas las muñecas de porcelana en la sala, bañadas en sangre y plumas. La escena le provoca nuevamente un frío que recorre su cuerpo y culmina trancando su garganta. Manuel pega un grito que levanta a Helen en pánico. Inmediatamente, ella se une a sus alaridos y salen de la casa para encontrarse con la muñeca vendida sentada encima de los cadáveres degollados de todas sus gallinas y pollos. La macabra imagen causa que Manuel vomite y Helen se ahogue en llanto. Los vecinos ni se inmutan, pues ya los dan por locos a pesar de ser tan temprano para la típica función despreciable.
Al regresar a la casa con la policía, ella aún temblando y él aún pálido, los oficiales entran primero. Todo está normal, nada de sangre, nada de gallinas degolladas, ni siquiera plumas. Las muñecas, intactas, ninguna mancha vieja ni reciente sobre ellas. La que se había vendido estaba acomodada en su lugar como lo había estado por tantos años.
㇐Si lo que quieren es reportar sus gallinas como robadas, es una cosa, pero esto parece una broma ㇐regaña el policía.
La pareja se queda estupefacta en la casa, tratando de encontrar lógica a lo sucedido.
㇐Esto es lo más estúpido que has hecho en tu puta vida, Manuel ㇐el coraje se siente crudo en su voz.
㇐¿De qué tú hablas?
㇐No te hagas el pendejo. Quieres asustarme para que venda las muñecas, pero no va a pasar. El mismo diablo puede metérseles por dentro y se…
Manuel golpea con tanta fuerza a Helen que ella cae tiesa.
㇐¡Dios libre, mujer! ㇐Manuel va a la cocina y se sirve un vaso de whiskey que se toma de un cantazo, repitiéndose a sí mismo que él no está loco.
Se sirve otro y llama a la casa de empeño, donde le certifican que él no había llevado ninguna muñeca.
㇐Pero cómo tú me vas a decir una cosa así, si aquí tengo los chavos que me diste ㇐busca su cartera y al abrirla, como casi siempre, está vacía㇐. No puede ser.
El cuarto comienza a dar vueltas y se nubla su vista. Cuelga el teléfono, se da otro buche de whiskey y se desbalancea, como si este segundo vaso hubiese sido su décimo. Manuel agarra la muñeca de porcelana, pero como si hubiese agarrado una flor con espinas, siente una hincada. Al ver debajo del vestido de la muñeca, encuentra una navaja GEM. Rebusca en las que están a su alrededor y también encuentra navajas, hasta que un golpe lo hace desplomarse sólido al suelo.
El clamor de Helen, tan desesperado como un chillido, levanta a Manuel alarmado. Él, aturdido aún por el golpe, va recuperando la conciencia para inmediatamente sentir que le falta el aire por un agudo dolor en el rostro. Trata de quejarse, pero no puede, se le llena la boca de sangre. Al escupirla se percata del charco que ya se acumulaba en el suelo. Se toca la cara y ruge en agonía. Se levanta, aún mareado, sin poder casi respirar. Helen grita su nombre a su lado, mientras él se sostiene su oreja mutilada. Manuel mira y, al lado de la muñeca de porcelana, ve un trozo de carne, que al agarrar se da cuenta que es su nariz.
Apenas con algo de cordura, Manuel corre tratando de escapar de su casa hasta llegar a la calle. Helen le sigue, y los vecinos, como siempre, solo ignoran. En su terror, no ve el carro venir. Luego del impacto, el conductor frena, dejando las marcas de las gomas en la brea, pero casi enseguida se va a la huida y Manuel se queda tirado en el pavimento, pintando rojiza la calle. Helen deja de gritar y gemir al instante, solo se sienta tranquila al lado de su esposo. Él se asfixia en su propia sangre y ella saca de su brasier un cigarrillo, el cual fuma, mientras sostiene su oreja y disfruta de las estrellas.