El hombre y la tormenta

"Pobre Elena. ¿Acaso mintió sobre su amor por el género de horror?"

JGGA

No pensaba que esta noche terminaría así. No esperaba que esta maldita tormenta acabara conmigo antes que Marcela. Entre la oscuridad de la noche sin luna y los efímeros relámpagos, el aspecto de Marcela despertó miedo en mí. Miedo que me inmovilizó y luego me impulsó directamente a mi fin.

Era la peor forma de pasar una noche de tormenta: en una casa con amistades viendo películas de horror. Insistí en que no dependiéramos de ningún aparato electrónico, pero mucho caso hicieron cuando lo dije en la sala. Isabela y Juan buscaban cualquier pretexto para escabullirse a algún rincón de nuestra casa a hacer no-quiero-saber-qué; Matías y Elena buscaban el control remoto y el reproductor del DVD, mientras Marcela me buscaba a mí y yo buscaba que no me encontrara.

Una vez que todo estuvo listo y Marcela “me encontró” (yo había permanecido en la sala en silencio todo ese tiempo) comenzamos la película, la cual ya había visto anteriormente y que además, era una de mis favoritas. La experiencia resultó precisamente como esperaba: una decepción. Comenzaron a hablar entre ellos por encima del diálogo de los personajes y por encima de escenas importantes que demostraban todo sin decir nada. Le faltaban el respeto una y otra vez a aquella obra maestra del cine. Tan pronto como la rabia recorrió mis venas la televisión se apagó, un rayo cayó sobre nuestra casa y la luz nos fue arrebatada.

Una ola de satisfacción me arropó al escuchar sus gritos de sorpresa, pero lo asfixié tan pronto sentí la comisura de mis labios ascender en lo más mínimo. En cambio, solo les reproché el uso del televisor y el reproductor, aunque no le daba tanta importancia, pues amaba tanto la película que la podía seguir reproduciendo en mi cabeza como si tuviera un proyector dentro de mi cerebro.

Sin más que decir, recorrí toda la sala con la mirada y noté que a todos se les había olvidado buscar linternas y otros aparatos para sobrellevar esta noche. Nuevamente reprochándoles, me dirigí al clóset del pasillo que daba hacia las habitaciones del hogar. Llegando a la escena del primer asesinato de la película en mi proyector mental, mi corazón se aceleró mientras encendía cada linterna que conseguí para probarlas y me volteaba a regresar a la sala. Aunque por poco mi corazón estalló al regresar, pues me topé frente a frente con Elena tartamudeando sobre la desaparición de Juan e Isabela. No sabía cómo responder, así que simplemente miré las esquinas de las paredes del pasillo que parpadeaban con una luz roja y luego me surgió una respuesta. Le recomendé que buscara en el patio y, a pesar de la evidente confusión en su rostro, me obedeció. Con los ojos bien abiertos y una sonrisa atontada, iba a seguirle el paso, ilusionado, hasta que Matías me volteó bruscamente para reclamarme sobre la ubicación de Elena.

Con el ceño fruncido y los labios prensados, le contesté secamente que la buscara él en vez de perder el tiempo reclamándome. Notando la verdad en mis palabras, se marchó rápidamente, pero en dirección contraria a la de Elena. Aliviado, continué mi camino. Hasta ese momento, nadie me había pedido una linterna.

Cuando alcancé a Elena, se encontraba en el patio trasero de la casa con la puerta meciéndose arrítmicamente con el viento, gritando por sus amigos frente a la piscina, mientras el agua formaba un remolino reminiscente al océano. Al mismo tiempo en que la escena llegó al momento culminante, un relámpago cegó a Elena y en ese instante, las tres linternas que yo cargaba descendieron violentamente sobre el cráneo de esta, quien cayó en la piscina. El ruido fue sofocado por el de un trueno ensordecedor.

Al verla flotar sobre la opacidad rubí que se apoderaba del agua, más satisfecho que al escuchar sus gritos, regresé a la casa, cerrando tras de mí con seguro. Ahora me encaminaba en busca de su pretendiente, que ilustró su pobre capacidad de deducción y observación anteriormente. Recordar eso me obligaba a considerar la opción de no utilizarlo como parte del elenco en este desenlace artístico, ya que sería más un favor que una desgracia. Sin embargo, me adherí al plan original.

Continué reproduciendo el filme en mi cabeza, las luces apoderándose de la oscuridad de la casa en cada rincón de mi cráneo, como relámpagos. Justo cuando el asesino se encuentra con su próxima víctima, me topé con Matías. No pude evitar la risa baja que brotó de mi garganta y retumbó por mi boca, chocando con mis dientes. Matías no la escuchó porque un trueno hizo vibrar la casa. La naturaleza estaba de mi lado esta noche.

A pesar de ser más fuerte y alto que yo, Matías no estaba en alerta, así que no requirió de mucha fuerza, ni sucedió una lucha épica de supervivencia. Admito que mis tres linternas no harían mucho para alguien como él, por lo que le rodeé el cuello con mis brazos y, con la ventaja del elemento de sorpresa, hice que cayera hacia atrás. Me arrodillé y escuché un evidente crack que provino de su cuello al hacer contacto con mi rodilla. La energía que surgió por mis venas se sentía casi paranormal, como si la electricidad que abrumaba el cielo esta noche fluyera por mis extremidades.

Pobre Elena. ¿Acaso mintió sobre su amor por el género de horror? Quizás fue su pobre excusa para apegarse más tiempo a Matías, quien evidentemente le correspondía. Si tan solo se hubiesen sincerado, quizás les hubiese dado más tiempo para atesorar esos últimos recuerdos.

Antes de poder recuperarme del éxtasis que me azotó en ese instante, escuché cómo Marcela gritaba a lo lejos el nombre de cada una de sus amistades. La sonrisa que se posó en mi rostro se rehusó a morir entonces. Torpemente me levanté y me dirigí hacia la chica, pero me detuve en el pasillo porque recordé que antes de ella debían ir otros dos. Los tórtolos insoportables e inseparables que, si mal no recuerdo, dejé donde en toda película deciden refugiarse: en una habitación.

Para el penúltimo acto violento de la película, el villano aprovecha su creatividad. Así que paro en la cocina antes de dirigirme al cuarto de huéspedes. Al cruzar el pasillo, volví  a apreciar el brillo rojo que se posaba en las esquinas y suspiré aliviado. La tormenta no había matado todo en esta casa y yo tampoco.

Cuando entré al cuarto, me encontré con ambos dormidos en la cama, enredados cuerpo con cuerpo en pijamas idénticos. Verlos tan tranquilos y relajados solo me provocó más rabia, algo explotó dentro de mí y simplemente alcé mi mano. Dejé que cayera aquel largo filo de la cuchilla sobre el cuello de quien estaba más cerca para luego silenciar al otro. Tan aburrido fue que ni se despertaron. Ni la tormenta tuvo que ofrecerme su ayuda para esta escena.

Saliendo de la habitación me di cuenta, gracias a la iluminación de un relámpago, que mi ropa, mis manos y hasta mi rostro estaban manchados de sangre. Incluso mi pelo tenía gotas colgando de sus puntas. Al ver mi reflejo en la puerta de cristal que da al patio, noté que había alguien detrás de mí. Volteé con rapidez, pero no hubo necesidad porque Marcela no se había movido de su sitio. Estaba petrificada por lo que veía ante ella. Solo me miraba con los ojos bien abiertos, parecidos a los de un ciervo en plena carretera ante un auto. Lo que alguna vez fue su hermano, ahora para ella era un monstruo.

De repente, el aspecto de Marcela deja de ser el que siempre veía en casa o cuando estaba rodeada de amistades. Algo en ella cambia y, para la película que justo ahora terminaba en mi cabeza, para la que estaba creando en este instante, quizás convenía demasiado. Sin embargo, eso no le quitó todo el peso que tenía sobre mi percepción de ella. La energía que recorre mi cuerpo, como a esas nubes de este cielo nocturno atormentado, desaparece. Es adormecida lenta y fríamente por el miedo. Aunque algo contradictorio, arrojo mis cuchillas sucias al suelo ante ella. Solo las mira y pasa una eternidad en silencio, con los lamentos del viento sirviendo como única fuente de ruido en ese momento. 

Cuando por fin se arrodilla a tomar aquellas armas blancas en sus manos, sé que marcará el fin de mi obra… pero la tormenta llevaba más tiempo planeando mi final que mi hermana. La puerta del patio estalla en pedazos, Marcela se paraliza y yo no logro reaccionar a algo fuera de mis predicciones, de mis planes.

Atravesado por la gruesa rama de un árbol, desangrándome en los brazos de Marcela, su mirada ya no es aterradora, sino humillante. Ojalá hubiese guardado su pena para cuando los sucesos de esta noche sean expuestos a los medios tras la transmisión en vivo. Con una sonrisa difícil de producir en mis labios, acepto mi final, dejando tras de mí –y sobre los hombros de Marcela– el desastre que desaté como una fuerza de la naturaleza.

La.Corcheta
La.Corcheta
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