Alma Datil Calderón
Iniciando con el primer verso del poema «¡Oh mi fino, mi melado duque de la Mermelada!…» de Luis Palés Matos
¡Oh mi fino, mi melado duque de la Mermelada!
¿Dónde están tus caimanes en el lejano aduar del Pongo,
y la sombra azul y redonda de tus baobabs africanos,
y tus quince mujeres olorosas a selva y a fango?
Recuerdo esos primeros versos que Leopoldo Santiago declamó en mi escuela superior. La versatilidad y dramatización evocaba al teatro con su cuerpo y captó mi atención. Por un momento, imaginé una luz enfocando mi piel negra y mi mano estirándose a tomar la silueta que se apareció ante mis ojos. Las tablas bajo mis pies temblaron, mi cuerpo se colocó entre las sombras de la sala y luego, todo se fue. Rechacé aquella visión y tiempo después, en los pasillos de la IUPI, mi boca cargaba un t-t-t-t que me hacía cosquillas en la lengua, cuando de momento…
—Victoria, Vicky, ¡Victoria!
A leguas, oía tras bastidores el bis de mis libretas viejas pidiendo que regrese. Los versos y mundos que guardé en ellas rogaban que les quitara el telón y los vistiera de carne para que rodaran por la tarima. La inseguridad que me agobiaba se fue esfumando cuando mi amigo me llevó a cruzar el umbral del taller de teatro y mis caminos volvieron a cruzar con Leopoldo. De repente, sentí a Tea y Tro (las sombras de mi infancia) sentarse en mis hombros. “Vicky, ¿nos das luz?”
Y así, El retablo de las maravillas me estrenó en el mundo del teatro.
Uno tras otro, fui subiendo y bajando los contrapesos de mi obra maestra llamada vida. Quería conocer, tocar, ver las fases de ella. Actuar, dirigir, escribir, enseñar; qué papel necesitas que llene y allí estaré. Hacíamos teatro infantil para estudiantes desde elemental hasta superior, pero los de intermedia y superior protestaron. “¡Yo no soy chiquito, yo soy grande!”
Busqué, busqué y busqué hasta que les dimos mucha mierda con la comedieta a ellos. Mira que les dimos lata a esas pequeñas comedias, pero se esfumó años más tarde.
Aun así, seguí en busca de nuevos guiones para darles vida. ¿Y les digo algo? De mis aperturas de telón más grandes fue Así que pasen cinco años de Lorca. Puerto Rico fue el piloto para que esta obra pisara la tarima y a la vez iniciando hitos en mis páginas, la llegada de mi hijo Luis. Sol llegó luego con Los soles truncos. Entre sus manitas sentí los pulsos del teatro cobrar nueva vida. Los muchachos corrían por los pasillos y sus carcajadas movían las lentejuelas de nuestros vestuarios. Trajeron nueva cotidianidad a mi arte y en ellos entendí que lo que hago no es solo para ellos, sino para el resto de los jóvenes del teatro y las artes. Especialmente luego de lo sucedido en México. Donde los estudiantes reunidos en la plaza en Tlatelolco fuimos acorralados por la milicia de su pueblo. Todo fue rápido. Apenas corrí tras la vista de globos y el cantar de fusiles, me tropecé. “Sígame”.
Una tela escocesa me agarró del brazo y me arrastró fuera de la muchedumbre. Cuerpos dispersados de estudiantes tronchados por el gobierno, pechos destrozados y cabezas regadas. No alcancé a agradecer al hombre que me salvó. Si no fuese por él, qué sería de mí.
Y entonces me pregunto ¿qué de nosotros? ¿Qué de los estudiantes que luchamos por el bien, por las artes, por nuestra voz y cuerpo? A nosotros actores de piel ancestral, que no nos llaman porque prefieren pintar un lienzo nuevo que usar la pieza hecha. Aquí no se vive del teatro. Nos obligan a buscar otros respaldos, otros seguros, un parcialismo de tu entretenimiento cuando en Broadway corren 8 horas al día y aquí nos recursan de bastidor. A nosotros los actores, huérfanos de sindicatos, nos arrinconan a volver a empezar, y empezar, empezar, empezar ¿hasta qué? ¿Hasta que Tea y Tro regresen a las sombras? Entonces, ¿somos o no somos?
Hay que cambiar, hay que redirigir, porque yo me voy y ustedes son los que se quedan.