Valeria Román
No sé ni qué hora es. El sol está durmiendo mientras la luna hace de guardia en el cielo. No se puede confiar en los humanos. Por eso ella sale todas las noches, y como no puede sola, le acompañan un ejército de estrellas. Ella sabe que la cosa aquí está mala, y que por eso Julián, Carlos y yo tenemos que obligarnos a madrugar un viernes. Eah. Un viernes, y no por trabajo, universidad: la única razón es porque a Julián le gusta una chamaca periodista que conoció hace en el Metro Urbano. Nos dijo que se la encontraba todas las mañanas cuando iba de camino a Sagrado, que un día se animó a bajar en su misma parada, la de la universidad, y que hasta el día de hoy la muchacha no sabe que él no estudia en Río Piedras. Julián dice que se lo dirá pronto.
Ella es inteligente y se esfuerza por lo suyo, según nos había contado Julián. Él no habla mucho de sus cosas, mantiene su privacidad incluso con nosotros sus amigos —es medio cerrado el tipo—, pero nos dijo que esta le gustaba bastante, que siente una pendejá’ rara en el pecho cuando la tiene cerca, que sabe que es ella la que publicó por primera vez en el periódico. Nos había pedido ayuda a Carlos y a mí porque quería entregar periódicos desde temprano para que todos leyeran lo que publicó.
Carlos estaba molesto porque ayer tuvo un turno de ocho horas que le extendieron porque una compañera faltó, dijo que salió tarde y que no pudo dormir. No solo estaba molesto por eso, también porque la compañera era gringa y no hablaba nada de español.
— Me encabrona que no sepa ni decir un ‘hola’ —nos dijo—. Ah, y si falta, no lo dice en español tampoco, se excusa en inglés.
Según Carlos, lo que le molestaba era que cuando tuvo que ir a Estados Unidos a trabajar por tres meses, lo fastidiaban porque hablaba un inglés malo.
— Pero hablé inglés —reclamó—. Porque allá se habla inglés. Allá se dice ‘hi’, no hola. Y estos cabrones vienen pa’ acá y nosotros le entregamos su propio idioma, que no se habla aquí, y se lo entregamos en bandeja de plata.
— Pues Carlos, no te disculpes porque tu inglés sea malo. Que se disculpen ellos por no saber español —le dijo Julián.
Julián se rio, yo permanecí serio. Carlos tiene razón, está cabrón. Puerto Rico en sí está bien cabrón, la cosa está mala, todo está caro, no hay break ni para caminar en las aceras, los ciclistas corren riesgo en sus propias bicicletas. Uno se ríe, no queda de otra, porque el sol sigue reposándose en nuestras caras y pensamos que no hay más, que una caricia es suficiente para no necesitar más de lo que se supone que necesitemos. Yo también me rio a veces, porque casa es casa, la gente buena sigue siendo gente buena, y con Julián y Carlos me basta como para olvidarme de nosotros en este presente con el que cierro los ojos porque me da miedo que me mire directamente a la cara y me diga que no lo ignore, que le haga caso, que lo deje salir, y, a su vez, que lo rescate.
Carlos no se ríe, y yo sé que él también tiene miedo, porque ambos escuchamos y vemos lo mismo que Julián, que ahora se está haciendo el de los oídos sordos y la vista larga. En el fondo lo sentimos, lo sabemos, solo que a veces podemos olvidarlo, a veces creemos que está todo bien haciéndonos los ciegos ante el problema. Tener a los panas en estas condiciones te da esa corriente de alivio en el pecho, de que atraviesas algo que no quieres atravesar, pero lo haces de todos modos porque no estás solo. Si miro a la izquierda tengo a Julián, y si miro a la derecha está Carlos. Siempre hemos sido nosotros tres.
— Mira, Julián, ¿y la jevita tuya dónde está? —le pregunto.
Comprimo el paquete de periódicos del Nuevo Día contra mi pecho.
— Pues en su casa. Si te soy honesto, no he hablado con ella. Y no es mi jevita, como acabas de decir —dice serio. Puedo ver con el rabillo del ojo que tiene las orejas calientes.
Me quedo callado. Las preguntas ya no son necesarias.
— ¿Y de qué es el artículo? —cuestiona Carlos.
— Del desplazamiento —responde.
— Ah, del desplazamiento —murmura.
El amanecer nos brilla en la cara, los árboles estiran sus brazos sacudiendo sus hojas y las personas están preparándose para comenzar sus días. Carlos y Julián sonríen y entonces pienso que es un buen día y que hice bien en madrugar.
•••
No sé ni qué hora es. Otro viernes que despierto antes que el sol. Salgo de casa, la luna me alumbra más que el poste sin reconstruir que tengo al frente de casa. Se había fundido con el Huracán María y murió con él, no volvió a dar luz desde entonces. El sereno me golpea la cara, hace frío y no se escuchan los carros pasar. No hay tapón a estas horas, pero estoy seguro de que pronto comenzará a formarse. Por eso intento avanzar.
Julián y Carlos me esperan en la parada de Cupey. Esta vez tenemos que madrugar porque a Julián le entró una pendejá’ de que algo sucedía. No sabíamos qué, no quería decirlo. Sin embargo ahí estábamos los tres una vez más, apoyándonos, incluso sin entender en qué, y Carlos, ignorando que otra vez no pudo dormir por la gringa esa de su trabajo que parece que le estaba haciendo la vida imposible. Ahí estaba yo, una vez más, con los dos, tal vez porque reconozco que si me quedo en casa, la luna me despertará diciéndome que no me atrevo a mirar el problema a los ojos, y que soy un cobarde.
Estamos en el tren. Hay pocas personas, tres señores mayores bromean entre sí. Discuten sobre el juego de ayer, sobre que ya mismo entra el señor que predica la palabra en el tren, que ayer les dio pena que un chamaco se pusiera a vender galletas en Río Piedras, aunque nadie le comprara, y que ellos tampoco pudieron porque no tenían efectivo. Carcajean entre ellos, recuerdan sus momentos, conectan sus sentires. Yo los veo con Julián y Carlos a mi lado, quienes discuten porque Julián no está dejando a nadie dormir con sus histerias. Sigo observando a esos señores, y pienso que se parecen a Julián, Carlos y a mí. Pienso de repente, que, al igual que nosotros, ellos tal vez también sienten miedo y lo protegen con el calentón de sus sonrisas.
— Diablo, Beto, te estamos hablando hace rato y yo no sé qué tú estás mirando —me regaña Carlos—. Estás ‘espaciau’, ¿todo bien?
— Perdón, es que no dormí. ¿Qué tú quieres. nene? —respondo a la defensiva.
— Vamos a Santurce. Julián tiene que ir a ver a la jeva.
— ¿Y por qué tenemos que acompañarlo a ver a la jeva?
— Porque algo pasa —dice Julián.
— ¿Qué pasa? —pregunto.
— Tú sabes, cuando sientes que pasa algo. No puedo decírtelo, solo lo siento —responde Julián.
— Ay bendito Julián, ¿tú me haces madrugar por esto? Envíale un mensaje a la chamaquita y ya —se queja Carlos.
La conversación finaliza. Al final, terminamos como tres morones en Santurce en busca de la famosa jeva periodista de Julián. Caminamos cerca del restaurante Casita Blanca, Julián está nervioso y Carlos y yo persiguiéndolo en estado de confusión. De repente, Julián se detiene ante una casa y toca la puerta. Una vez. Dos veces. Nadie abre. Julián continúa tocando la puerta.
— Chico, la vas a romper. (o, chico, le vas a romper la puerta a tu jeva)
En ese momento, una señora abre. Nos observa confundida, y Julián le empieza a hablar.
— ¿Aquí no vive una muchacha que se llama Sofía? —pregunta alterado.
— No, I live here.
Es una gringa. Carlos y yo nos miramos, Julián se ve triste. Ese algo que sentía sí estaba pasando. Nos vamos en silencio, abatidos y mudos. El periódico nos cae encima, la columna de la muchacha periodista de quien nunca más supimos.
Sigo madrugando antes que el sol, no por Julián, ni por Carlos, solo porque la luna me grita que actué demasiado tarde, que me lo advirtió, que todo pasó ante mis ojos de manera fugaz, y por permanecer callado, incluso en el presente. Julián, Carlos y yo seguimos juntos, escuchando el coro del coquí que le canta a la noche como si solo ella pudiera comprender el significado de sus melodías. En este presente, cuando Julián lee el periódico con los ojos vacíos y Carlos le consuela con su compañía, yo me pregunto dónde estará ella. Me cuestiono, entre tanto silencio, si donde quiera que esté, piensa en el coquí tanto como le pensamos nosotros. Me pregunto si piensa en Julián, si le extraña, si algún día volverá a verlo, lo llevará con ella o simplemente lo dejará aquí donde pertenece, con nosotros en su presente.