Una libreta encima de un escritorio antiguo

Bendita cordura

"Mi hoja final, pesada y arrugada por la humedad de tus lágrimas, cuchichean los guayazos de tu carbón favorito."

Una precuela a “Habitación propia” de Ana María Fuster Lavín

Alma Datil Calderón

Naciste con el sello de apruebo querendón de tus padres por ser niña. La más pequeña y la única mujer, lo cual pintaba de irrebatible el puesto que te tenían reservado en la casa. Te iban reservando las clases de etiqueta, las tardes de cocina con tu mamá, la máquina de costura para que te enseñara la monja del colegio, los trajes elaborados para que te cortejara el hombre más apuesto del pueblo y las muñecas para ensayar la maternidad porque apenas naciste y ya anhelaban el nieto para mancharte el apellido. De los regalos que trae el nacimiento, fui tu mano derecha, aun con todo y zurda que eras. Fui testigo de tus primeras letras y ataúd de tus últimas palabras. Aún releo en mis páginas grises las miles de vidas que abarcan mis márgenes. Mi hoja final, pesada y arrugada por la humedad de tus lágrimas, cuchichean los guayazos de tu carbón favorito.

Querido diario, 

Me abriga mi última piel de Matryoshka, vacía y diminuta, sin sorpresa ni reemplazo. Queriendo sacar otra yo, ¿pero quién soy yo? Ayer me llamaba Rosario. Delgada, sumisa y recta como dictaba los reglazos de las monjas de mi colegio. Cuando tenía 12 me llamaba Ophelia, beneficiada por los vecinos que cortejaban mi barrio y mi vientre. Mañana quería llamarme Alba, pintarme de un nuevo carmesí con el horizonte del mar, pero solo quedan pulgadas de la última hoja de nuestro contrato. Llevo escondiéndome y huyéndole a la vida que encuadernaron mis padres y parí raíces de mi carne hasta que la muchedumbre de mis yo abrumaron mi cuarto. 

Tu furia vistió mis luceros y sollozaste hasta salpicar tus vidas por las paredes de la habitación hasta tornarse fúnebres. Quisiste ser escritora para escapar la cotidiana de tus mañanas y arrojarla a la inquisición virtuosa de tus libros mientras vestías con tus espejuelos de escribano. Los dientes gastados de tu lápiz corrieron y saltaron de mis costillas y de tu rostro,  tomatillo español, brota la vena que frecuentabas calmar con los analgésicos sentados en tu escritorio. Aún siento el ardor de tu último poema sobresalir de la línea en mi pie. 

Tic tac,

suena el reloj.

Pasan las horas

y mi cabeza da vueltas.

Encerrada en el cuarto.

No hay salida.

El aire se limita.

No me quedan pastillas.

Batallo el sueño.

El vino se acaba.

No veo la hora,

la hora no pasa.

No veo salida.

Lo negro me atrapa,

no veo salida.

La luz no activa,

quiero salir Vida.

Se sigue la vida,

quiero la salida.

Me veo cansada,

el vino se acaba.

Las horas se pasan,

me veo borracha.

Me siento cansada.

Que esto se acabe,

El sol a punza…

Y en la última pregunta, a leguas, se ve la sangre de tu mejilla descargarse al vertedero del abismo. Tus luceros, café colado mañanero, se enfrían hasta que la nata comienza a colarse en ellas. Así, tu cuerpo, pétalo de flamboyán, tambaleó hasta recostar su fragilidad al suelo y tu, la niña, la más pequeña y la única mujer que bordaba mis pieles, gateaste tus dedos hasta los botones de la muñeca y repasaste la maternidad.


Cincuenta pastillas después, la muerte ya comienza a besarte la sangre y recuerdos. Dejaste tu carrera como traductora porque insistes en que necesitas traducir tu espejo. Lo has intentado todo: periodismo, música, pintura, cambiarte de nombre, de amigos, de ciudad, pero solo te hayas en tus cartas y versos. Intentas infructuosamente vaciar tu vida en los libros. No quieres aceptar que los escritores poseemos dos vidas, y posiblemente cientos. Una es la tuya, la que inexorablemente eres; la otra son esas vidas que escribes. El punto entre ambas es cada vez más distante. Aun así, escribes poemas, diarios, historias donde eres otra, más flaca, más bonita, más amada, más definida de género, cuántas más alternativas, eras menos esas otras, hasta quedarte encerrada en ti. A fin de cuentas, buscabas tener tu propio refugio, tu propia habitación, escribiste poemarios, publicaste tus diarios y fueron tan exitosos, que muchos llenaban sus dolores desplazándolos con los tuyos. Mientras más se vendían, más débil te sentías. Ibas perdiendo las fuerzas hasta para colmarte de miedo, ese terror que te acompañó desde niña. Extenuada pretendiste expulsar todos los infiernos que te quedaban, escribiste hasta desgarrar tu última palabra, solo así saltaste hacia el vacío de ti misma, hasta quedarte con esa inmensa nada y el frasquito de ansiolíticos. Cincuenta pastillas después, llegaste a esa infinita soledad donde se pierde la última inocencia y ya solo eres esa habitación propia, donde alguien pondrá tus diarios sobre la mesita de noche antes de dormir. 

La.Corcheta
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