Alanis Mayerly Rivera Rosario
“Es difícil no vivir por la aprobación del hombre”, eso pensaba. Con “hombre” no se me viene a la cabeza un nombre, un rostro, una voz; nada de eso, solamente a un completo desconocido, uno de los que viven “al otro lado”, de esos que caminan con ojos vendados. Cuando vivía allá, cada vez que pasaba un hombre mi manera de hablar, sonreír, mantener mi postura, respirar, moverme, sentir, peinarme, sentarme, mirar, gesticular, caminar, comer, vestir, soñar, admirar, pensar; cambiaba. Todo cambiaba. Era lo más agotador. Cabe destacar que podía intentar convencerme a mí misma de que no lo hacía y convencer a otros también. Pero en el fondo, mis intenciones eran guiadas por la impaciencia.
Cuánta miseria. Reemplazaba mi esencia por la que yo pensaba que “anhelaría” un hombre; perversa, expuesta, dispuesta para lo que él quisiera. Percibía que otras los atraían y, al no saber cómo ellas lo hacían, yo debía someterme a la exageración en medio de mi incertidumbre. En fin, no me exhibía, me daba mucho miedo obsesionarme. Todo se quedaba en las cuatro paredes de mi mente. Creía tener posesión sobre mi cuerpo mientras tenía las piernas amarradas, enfrentando esclavitud cada segundo que pasaba. Era yo la que me torturaba, y algo más. Varios más. Pensaba que al cambiar y ajustarme, ellos percibirían un olor familiar en mí, pero ninguno de ellos se me acercaba, o al menos no tan desesperados como yo esperaba.
Curiosamente, poco después acepté la ayuda de un hombre al que no podía ver, tampoco reconocía su olor, ni lo podía tocar, pero sí oírlo, como si fuese un susurro que se escabullía entre el viento y que, de una manera u otra, alcanzaba mi alma y la despojaba de todo delirio. Ese no era un hombre cualquiera, era un desconocido nombrado por todos. Al seguirlo, llegué a otro lugar, era “otro lado”; no sabía que existía otro lado. Pensé que el antiguo era lo mejor que existía, pero solo era lo único que conocía. Cuando mis pies tocaron el terreno en aquel lugar, el mismo hombre quitó la venda que cubría mis ojos y pude ver. Recuperé mi esencia y obtuve todo lo que estaba buscando en el antiguo otro lado y que nunca encontré allí. Todo por lo que mis propios ojos anhelaban ver —confirmar su existencia y creer en esta—, pero solo podía sentir, nada más. Yo necesitaba saber si realmente se podía alcanzar tanta libertad, satisfacción y alivio. “Nadie te verá si tiene sus ojos vendados, solo podrán sentir”, eso pensaba cuando se me abrieron los ojos. Incluso con una venda los cerraba por la costumbre y por la falta de esperanza. Ahora bien, existe uno que realmente puede ver, ese que guía a los que aceptan su llamado y a los que ama, para que puedan ver también.
Cada vez que me posiciono en la orilla entre ambos lados, los de ojos vendados se ríen al percibir mi olor, que es diferente al de ellos. Se burlan, no saben. Dicen que soy yo la que no sé; se retuercen de risa ante mi pureza, por mi inocencia, por lo que sienten cuando estoy cerca. Algunos se sienten atraídos —no me impresiona, no me inquieta—, pero como no saben el porqué, prefieren alejarse. No lo entienden porque no pueden verme, no pueden ver nada, ni siquiera a ellos mismos. Mi inocencia y mi pureza no tienen nada que ver con mis vivencias y mi inteligencia. Por el contrario, hoy puedo ver más allá debido a que no tengo una venda cubriendo mis ojos. Ahora comprendo esta nueva vida de claridad ante la realidad, que antes vivía bajo métodos ridículos. Creen que soy ingenua, llegué a cuestionar si realmente lo era. Me perciben como una niña, confunden un carácter con algo inútil, pero, ¿qué tiene de malo una niña que se enfrenta a una vida de asuntos por aprender Esa niña, ahora puede ver mejor y sin limitaciones, esa niña tiene lo que más anhela en el corazón del hombre que la salvó.