Un café abandonado

Mi amada Lara

"En ese instante, él sentía que su vida valía la pena; se llenaba de la esperanza de volverla a ver a la mañana siguiente."

Ana Lydia Fontánez Dávila

De nuevo estaba allí, sentado frente a aquel lugar que un día fue la cafetería más concurrida de la ciudad, Amores Café. Pasaba cada día sentado en el suelo, con sus piernas cruzadas, y la postura encorvada que le hacía difícil ver las caras de quienes transitaban por los alrededores. En su profunda tristeza no le interesaba ver ninguna otra cara, excepto la de Lara. Ella pasaba cada día a eso de  las nueve de la mañana, le dejaba un café y una notita que decía “¡Gracias!”. En ese instante, él sentía que su vida valía la pena; se llenaba de la esperanza de volverla a ver a la mañana siguiente. Aunque su vista no se despegaba del suelo, reconocía cuando era ella y levantaba su cara barbuda para mirarla a los ojos y sonreírle. 

La primera vez que decidió mirarla, fue cuando se percató que calzaba unos tacones de color rojo intenso y cojeaba mientras intentaba mantener el equilibrio, ya que  uno de sus tacones estaba roto. Sin poder resistir verle la cara a quién los llevaba puestos, se preguntó qué le pudo haber pasado, o si  estaba teniendo un mal día. Justo cuando la miró, Lara estaba sacándose el pelo de su cara con gesto de frustración, mientras intentaba encontrar en su cartera el teléfono que estaba sonando. Se detuvo y contestó:

—¡Estaré ahí en un minuto! —dijo con desesperación—. ¡Por favor, no! Necesito el trabajo, por favor —insistió, justo cuando le cortaron la llamada.

Lara miró a todos lados y comenzó a alejarse, cuando escuchó que alguien le habló.

—Espero que tu día mejore. Dios te cuide —le dijo aquel hombre con voz ronca, por la falta de uso de sus cuerdas vocales.

Lara volteó y sus miradas se encontraron por primera vez.

—¡Gracias! —respondió con una voz tranquila y una sutil sonrisa. 

Se quitó los zapatos y se fue. Él continuó mirando hasta verla desaparecer a lo lejos. Entonces volvió a esconderse en la capucha del viejo abrigo que siempre llevaba puesto, aunque hiciera calor. Una hora después, se acercó alguien que llevaba un pantalón de mezclilla bastante desgastado y unos tenis que  fueron blancos en algún momento. Le colocó al lado un café con una notita que decía “¡Gracias! Eres un ángel. ~Lara~”. Cuando alzó la vista, la vio alejándose y sintió tristeza por no reconocer que se trataba de ella. Decidió entonces estar pendiente. Cada día acertaba más su hora de llegada. Siempre llevaba los mismos tenis, cada día más desgastados. Su caminar se le había hecho familiar.

Desde que comenzó a pasar sus días sentado en la acera, nada más emocionante le había sucedido. Frente a la cafetería, que un día atendió junto a su ahora fallecida esposa, esperaba sentir el valor de volver a abrirla. No necesitaba dinero. Su negocio siempre fue próspero y gracias a la herencia de su padre, tenía lo suficiente para pasar el resto de sus días sin trabajar. Sin embargo, sentía gran gratitud de que alguien, en su ajetreado día, se detuviera para darle ayuda, o como Lara, llevarle un café. Cada centavo que le regalaban, lo repartía a lo largo del camino a su casa, con aquellos que deambulaban por allí.

Un buen día, justo cuando sintió que era momento de hacer algo distinto, unos tacones rojos se posaron a su lado y con ello, un café, sin notita en esta ocasión. Era Lara, quien se inclinó hasta quedar casi sentada en el pavimento, tomó su mano y lo miró a los ojos.

—¡Gracias por siempre sonreírme! ¿Cómo te llamas? —preguntó Lara.

—Ángel —respondió, mientras sonreía con timidez y la miraba con los ojos cristalizados por las lágrimas a punto de salir.

—Espero que tus días mejoren —expresó Lara con ternura—. Dios te cuide a ti también —agregó.

Pocos días después, Lara dejó de verlo sin saber la razón. Sin embargo, siempre llegaba al lugar con un café, hasta que un día dejó de hacerlo. Al cabo de un mes, cuando ella caminaba a su trabajo, notó que habían abierto la vieja cafetería, El Café de Lara, leía ahora. En ese preciso momento vio un hombre de aspecto conocido abrir la puerta de cristal.

—Hoy te invito yo a un café —dijo Ángel, mientras miraba la cara de sorpresa de Lara quien, aun así, no dudó en entrar.

Entonces, entre sonrisas, un café y sus respectivas historias como conversación, creció su amistad y con ello, un queterno* que les cambió la vida para siempre.

*querer eterno

La.Corcheta
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