Dibujo de puntilismo por estudiante Mary Anne Rivera Montero. La imagen es un espacio cuadrado encerrado sobre el centro de una mesa. Todas las sombras son hechas con puntos.

La peor manera de morir

“El mar sufre por la persona que ahogándose en él quiere morir”.

Alondra Marie González Bonilla

Me muevo frenéticamente en la densidad del mar. Mis pulmones se oprimen cada vez más. El aire que había tomado antes de sumergirme ha desaparecido. Inhalo por la nariz y luego la boca en busca de oxígeno, pero solo logro que por estas vías el agua salada fluya, así raspando mi garganta y fosas nasales. El agua ya está formando parte de mí, lo cual es un honor. 

Como instinto humano, trato de subir a la superficie, pero esta se encuentra lejos de mi alcance. Pataleé  y me estiré, pero nada de lo que hacía me acercaba. Me estoy ahogando. Me estoy muriendo en el mar de mi Puerto Rico querido y no podría desear mejor muerte que esta. Soy despedida por el vasto azul del mar hasta que sea sustituido por negro. Y así, todo acaba…o eso pensé.

Comienzo a toser y expulsar agua. El oxígeno vuelve a mis pulmones, los cuales lo reciben con regocijo. Siento como poco a poco mi cuerpo despierta y vuelve a ser feliz, a excepción de mi mente, la cual me trajo hasta aquí.

Me levanto con esfuerzo de la arena en la que estaba acostada. Miro a mi alrededor en busca de la presencia de alguna persona, pero no había nadie. Miro el mar y escucho un canto decir:

“El mar sufre por la persona

que ahogándose en él quiere morir. 

A través de este canto, te implora

que, por favor, no dejes de vivir”.

Quise morir y no morí, por lo que debo de estar más salada que el mismo mar. Aún así, abandono la playa y camino por un largo tiempo hasta llegar a la sala de emergencias más cercana. Entro y a la persona en registro le digo: 

—Intenté suicidarme. 

Dibujo de puntilismo por estudiante Mary Anne Rivera Montero. La imagen es un espacio cuadrado encerrado sobre el centro de una mesa. Todas las sombras son hechas con puntos.
«Puntillismo» de Mary Anne Rivera Montero.

La persona se limita a entregarme una documentación para llenar. La tomo y me siento en uno de los asientos disponibles en la sala. No sabía que hacer, ya que no tenía tarjeta de identificación ni mi seguro social, así que lo dejo así. 

Me distraigo por la caricatura que emitían en un pequeño televisor. La misma mostraba cómo un perro perseguía a un gato hasta que logra acorralarlo. Una vez acorralado, con un bate, el perro golpea la cabeza del gato una y otra vez, sin hacerle nada más que aturdirlo. 

—Eso solo ocurre en caricaturas. Si sucediera en la vida real y entre seres humanos, sería totalmente distinto y no causaría ninguna gracia —pienso en voz alta. 

De momento, la persona que me atendió en el registro aparece y me notifica que no se encuentra ningún psicólogo ni psiquiatra, por lo que no podían hacer nada por mí. Procede a tomar mis documentos, los cuales estaban vacíos, y romperlos en trocitos. Interpreto esa acción como una despedida y salgo del hospital.

Decepcionaré al mar, pero, ante esto, decido seguir con mi plan B; morir en el campo de donde mi familia proviene. No pensé que llegaría a usarlo, pero ya veo que sí.

No sé cómo llegué, pero ahora me encuentro en la finca de mis abuelos. Una vez allí, me recuesto en la tierra y me quedo aquí.

Por días, la luz del sol, las repentinas lluvias y la frialdad de la noche me debilitaban poco a poco, pero me fascinaba. Tenía la oportunidad de apreciar el sol, el sonido de la lluvia, las estrellas en la noche y el canto de los animales. El hambre y la sed me estaban consumiendo, pero no me importaba porque pronto dejaría de sentirlos, pues estaba muriendo. Me estaba muriendo en las tierras del campo de mi Puerto Rico querido. Pronto formaría parte de la tierra de este y no podría desear mejor muerte.

De repente, escucho el canto de un coquí que así decía:

“La tierra sufre por la persona

que recostada sobre ella quiere morir. 

A través de este canto, te implora

que, por favor, no dejes de vivir”.

Suelto un suspiro. 

—El mar ni la tierra quieren que muera con ellas. Que frustrante —pienso en voz alta.

Me levanto de la tierra con la poca fuerza que tengo. Llevaba tanto tiempo recostada que me percato que dejé una marca de mi cuerpo justamente donde me situaba. 

Alzo mi vista al cielo estrellado por última vez y empiezo a caminar. Cerca queda la casa de un familiar, decidiendo que es allí adonde iré. Me verán desnutrida, deshidratada, sucia y demás, pero estoy segura que me ayudarán. 

De un momento a otro, escucho pasos detrás de mí, causando que mi corazón empiece a latir fuertemente. No quiero mirar atrás y empiezo a correr con la poca fuerza que me queda. Los pasos que me perseguían iban al mismo compás que los míos a pesar de que intentara llevar la delantera, pero la persecución no duró mucho y me encontré acorralada. Sin ninguna opción, me volteé lentamente, encontrándome con un hombre que sostenía un machete. No tenía salida. 

Intento escapar, pero no pude llegar lejos, porque el hombre alza su machete y, con este, realiza un movimiento dirigido a mi cabeza. 

Caigo en el suelo, sintiendo un líquido derramarse por mi rostro. Me estaba muriendo en manos de un hombre. Qué horrible manera de morir.

La.Corcheta
La.Corcheta
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