Iván Siente en la cama tomandose una foto en el espejo del techo

36 horas

"Te timaron, hay que presentar una querella a la policía".

Iván Siente

Me paro frente al edificio, acá le llaman condominio. Veintiún pisos no son pocos. Me dijo que vivía en el piso once. Días antes había dejado de responder los mensajes, nunca supe la razón. En sus historias de WhatsApp puso una foto. Se había quemado el brazo muy cerca de su tatuaje. La herida se veía prominente. Al segundo día publicó otra foto, y en esa se veía el pus, esa materia blanca de infección. Parecía como si se estuviera descascarando. Le expresé mi preocupación escribiéndole que esperaba que se recuperara pronto. 

El sol en esta isla me quemó el brazo hace un par de años. No usar bloqueador o no tener el adecuado puede dañar la piel. Creo que eso fue lo que le pasó. 

Son las dos y treinta de la madrugada del lunes. Tengo mi guitarra en los hombros y tres maletas de viaje. Acabo de llegar a la isla y aunque mis maletas no son muy grandes, son más bultos de los que habitualmente llevo en mis travesías. Le digo a la guardia de seguridad de aquel edificio en calle Junín en Río Piedras: 

— ¿Puede por favor, llamarla? Ella me dijo que estaría aquí. Vengo desde Houston. Yo pagué por una habitación por adelantado hace varias semanas. 

— Señor, yo la voy a llamar pero no puedo hacerlo subir.

— No, yo entiendo, pero usted comprende, ¿verdad? Pago por un servicio y espero ese servicio porque, pues, pagué por él. A mí no me ha respondido ni mis llamadas, ni mis mensajes desde el miércoles.

Mi amigo, quien fue el que me recogió del Luis Muñoz Marín, le pregunta— ¿Ella está bien? –pues yo le había contado lo de su quemadura. No esperaba que fuera otra cosa más que un largo día en la playa, que era lo que parecía. — Ay no sé señor, ella está bien, pero tiene una orden de protección. Rubén y yo abrimos los ojos y en buen lenguaje peruano dijimos: ¡Chucha! ¡Algo huele mal acá!

Sofía, la guardia, se apresta a llamarla. Nadie contesta. Luego de varios intentos me comunica que no responde y que básicamente no puede hacer nada. Tiene razón. No hay culpa en ella. De pronto suena su celular. Me indica—. Es ella—y va a responder. Entra y cierra la puerta de la garita; pero igual la podemos ver a través del vidrio negro. Mientras conversa con mi victimaria, Rubén y yo tratamos de descifrar qué estaba pasando. Uno, dos, tres minutos y nada. Sale Sofía, nos dice: La señorita no está en el apartamento y no va a venir hoy. 

Luego de cavilar por algunos minutos más, caigo en cuenta de que, aunque mi victimaria me está estafando, la dirección es real, su casa es ahí (Sofía lo corroboró). Su foto en WhatsApp no ha desaparecido, lo cual me indica que es una persona real y no necesariamente me está robando, pero sí me ha fallado. No da explicaciones, solo que no vendrá a abrirme y no ha dejado las llaves tampoco. La frustración se hace presente. Los minutos pasan. Decido buscar un hotel. Todos ocupados en Santurce, Hato Rey y en otros lugares más al norte; pero también mucho más costosos. A buscar un hostal. En el teléfono sale que hay uno llamado “Riverside” en Trujillo Alto, un poco más al sur y a ocho minutos en auto. Llegamos. 

—Sí, hay una habitación. ¿Es para ustedes dos? 

—No, solo para mí.

—¿Y viene alguien más con usted?

—No.

—¿Cuántas horas?

—¿No son por veinticuatro horas?

—No.

—¿Cuánto cuesta?

—$35 por 8 horas y $70 por 16.

—¿Puede ser hasta las 2PM? Igual le pago la diferencia.

—¡No! —responde tajantemente.

—¿Wow, y a dónde se fue la amabilidad? –pienso.

No me da llaves de ninguna habitación. — Esa es —, me indica con la boca, frunciendo los labios y señalando con un leve movimiento de cabeza, levantando el mentón y extendiendo el cuello. Entro presuroso por un garaje. Me dice que tengo que cerrar luego desde adentro. Lo hago. Al fondo unas escaleras. Subo mis cosas en dos viajes. Rubén se va y ahora sí estoy solo. Son las 3:11AM, la hora en la que mis propias sombras siempre hacen su aparición. Hoy no duermo, musito. Recuerdo que entre grillos y coquíes la noche-madrugada debería parir un gran evento sinfónico por mi bienvenida. 

Llego a la habitación y prendo las luces. Son cuatro switches. Se encienden lámparas de colores al tiempo que una voz a lo “Alexa”, pero con acento español (de España), me indica: “el bluetooth está encendido”. La cama parece ser una queen size. Hay un espejo en el techo. Sonrío, me quito la camisa y luego el resto de la ropa. Me quedo en interiores. Me acuesto y me tiro una foto contra el espejo. La temperatura está a 62F según marca el AC que parece funcionar muy bien. Hay ruido. Pienso, — con cuatro horas estaré bien —. Iré a la universidad apenas me levante. Ellos me ayudarán. Lo sé, total, yo vine acá con una beca para estudiar. Claro, no tenían habitaciones cuando finalmente logré estar matriculado a mediados de julio justo un par de horas después de la llamada de Admisiones, que me agarró en Houston recién llegado de México en donde presenté mi primer poemario: “Lo llamo para informarle… pero antes quiero felicitarlo pues usted ha sido aceptado para estudiar en Sagrado”. Treinta días antes me habían dicho que mientras yo no estuviera matriculado, no podían asegurarme un espacio en Residencias. Es por eso que, por recomendación de la misma universidad, tuve que buscar alojamiento en otro lado. “Busque mejor ya, porque conforme avancen los días, más difícil será encontrar un lugar”. En ese momento pensé: “claro, para no quedarme en la calle”. Pues, hice lo que me recomendaron y… no veo mucha diferencia con esto. 

Si lo de mi matrícula hubiera sido resuelto en mayo, otro sería el baile.  Los papeles desde Lima demoraron más de lo que pensé, y cuando finalmente llegaron a Houston, tuve que ir a un lugar específico para que tradujeran todo al inglés, e interpretaran y homologaran mis puntajes de esos años con los que actualmente se usan en la mayoría de escuelas del mundo.

Son las seis de la mañana, y no solo el coquí me da la serenata. Las parejas en tremendo festín sexual hacen de las suyas; la música a todo volumen en distintas frecuencias y estridencias van mezclando notas con sudor y beats con “la calor” de sus enredadas pieles. Mi mente lubrica su aislada incontinencia, tan demencial como asolada, tan circunspecta, pero con arrojo. Mi mente. Al tiempo, carros y motos van y vienen con inusitada frecuencia a estacionarse, tal vez para vender un par de gramos a los concertistas de turno o para visitar los paisajes internos de algunas de esas habitaciones contiguas y despintadas de humedad y moho.

*

Dormí dos horas. Felizmente con eso me ha bastado casi siempre. ¡Mierda! Olvidé mis lentes de leer en el avión. ¿Habrá empezado mi odisea en ese momento? El Uber manejado por un dominicano muy cordial llegó a tiempo y me entretuvo el camino con su propia historia desde que llegó a vivir acá hace cuatro años. 

Me ha vuelto a doler el talón izquierdo. Llevo así varias semanas. Fui a hacerme mis chequeos médicos antes de mudarme. Mi examen de próstata salió bien, los niveles de mi sangre son normales. Tengo el colesterol un poco alto; pero bueno, siempre lo he tenido por ahí en esos mismos valores. 

Entro al campus, contento, ilusionado; orondo. Voy a paso firme directo a las instalaciones de la residencia de varones. — Buenos días, soy estudiante becado y necesito una habitación,— todos me miran. Silencio. Luego todos a lo suyo. Decenas de personas entrando y saliendo, mudándose a las habitaciones. Gente de seguridad, coordinadores, encargados, consejeros, mantenimiento; alguno que otro profesor por ahí. Explico lo que me ha pasado. Me dicen que no tienen habitación pero que puedo hablar con la directora de residencias. Me invitan a dejar dos de mis maletas y mi guitarra en las oficinas de uno de los encargados. Identifico en mi mente a lo lejos un atisbo de empatía; aquella que sabemos tienen los boricuas y de lo cual se sienten muy orgullosos. Logro conversar con la directora. No hay habitaciones, me dice: 

— Es que cuando te llamamos en julio nos dijiste que ya tenías un espacio. Básicamente, estás pasando al puesto ciento cincuenta y uno de la lista de espera. Si alguien cancela en estos días, tenemos que dárselo a los que están primeros en esa lista. 

Por supuesto, asiento. 

Vuelvo a la residencia de varones. Saco mi computadora y después de cuatro horas encuentro habitación en Casa Santurce, lo único es que por ese precio ($26, la noche), debo compartir la habitación doble con nueve personas más de distintos países, mochileros todos y durmiendo en literas sin una sola ventana que ayude con la ventilación. Bueno, acepto. Al menos hay aire acondicionado. Igual casi no estaré ahí. Voy esta noche. Duermo un poco más. Puedo echarme un segundo duchazo refrescante que me sirve para desatorar los autorreproches que en esencia no son muchos ya, pero igual están ahí.

Es el primer día de clases y mi segundo día en la isla. Cinco horas entre una oficina y otra. El personal administrativo y de ayuda a los estudiantes extranjeros me dice: 

— Te timaron, hay que presentar una querella a la policía. 

La oficina del decanato se pronuncia: aquí estamos para ayudarte. El Centro Sofía determina que es una situación de emergencia. Me dan refrigerio. Hay un giro abrupto en esta historia, que, de estar en aguas oscuras casi ahogado en las escasas treinta y seis horas que tengo de haber llegado, me empiezo a sentir finalmente en el Caribe.

Es mi tercer día en Puerto Rico. Mi teléfono no ha sonado, pero hay un mensaje de voz. Desbloqueo, y con eso abro también el mar de todas mis horas futuras. El mensaje reza en lenguaje sagradeño: “Saludos Iván, surgió un espacio en residencias. Si está interesado se puede comunicar conmigo hoy para realizar los trámites pertinentes”. 

Recuerdo el slogan: “En Sagrado, tenemos un lugar para ti”.

La.Corcheta
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