Sylvia Soler
Amalia amaneció con un presentimiento ese día: conocería al hombre de su vida. Agarró el celular, verificó la hora, el tiempo y si había algún nuevo mensaje. Fantaseaba ya con la idea de recibir mensajes llenos de romance. Comenzó a buscar en sus contactos para contarle a su mejor amiga, pero se arrepintió de repente. Había oído decir que si compartes los sueños, no se cumplen. Asumió que un gato no contaba. Snow la escuchaba con curiosidad, no porque le interesara el tema.
Se preparó un cappuccino mientras leía las noticias. Snow acariciaba con sus bigotes el pote de leche, desequilibrándolo. Amalia logró agarrarlo medio segundo antes de que se derramara en su iPad y continuó leyendo. Un reportaje le llamó la atención.
“El núcleo de la Tierra, compuesto por hierro fundido a miles de kilómetros de profundidad y a una temperatura superior a la del Sol, frenó su rotación […] entre algunos de sus posibles efectos están el acortamiento de los días por unas fracciones de segundo y cambios en el campo magnético.”
Por un momento se quedó pensando en el detalle de las fracciones de segundo, la sincronización, el ajuste temporal de eventos… Se sacudió la idea de la cabeza, tratándose de convencer de que nada iba a interferir con su destino. Procedió a vestirse con un conjunto de chaqueta y pantalón verde esperanza que había comprado para alguna ocasión especial como ese día.
Eran las siete en punto cuando miró su Apple Watch; estaba a tiempo para llegar a la estación que quedaba al final de su cuadra y alcanzar el tren de las siete y treinta. Le gustaba ser puntual, aunque se acordó que su reunión esa mañana era con el cliente de una prestigiosa marca de relojes que siempre estaba tarde.
Bajó las escaleras del edificio donde vivía, anticipando el momento que cambiaría su vida. Su vecina, Clara, también salía hacia el trabajo y se detuvieron en un saludo. En menos de un segundo, Amalia no pudo contener su secreto y le contó su sueño. Clara se despidió pidiendo que la llamara esa noche para saber el desenlace. En el momento en que ella avanzó a cruzar la calle, no se percató que un taxi venía distraído a toda velocidad. Amalia soltó un grito y el auto pegó freno justo antes de impactar a Clara. Confirmó en su mente que las fracciones de segundos de ese día estaban a su favor.
Amalia bajó en menos de un segundo las escaleras hacia la plataforma del tren y se percató que la multitud era mayor de lo normal. Escuchó comentar que el tren estaba atrasado por un incidente con un homeless, había intentado acuchillar a una mujer asiática dentro de uno de los vagones. Un valiente veterano interceptó el ataque justo antes de que sucediera una tragedia. Las malas noticias corren en menos de un segundo.
El sonido del tren provocó una avalancha humana que empujaba a Amalia hacia la vía. Un hombre de alrededor de veintiocho años avanzaba detrás de ella: pelo castaño, bien formado, piel dorada del sol, contrastando con la blancura de su camisa de hilo italiano bien planchada. Era el tipo de hombre que “ilumina” con su presencia, como sucede cuando descubres a un famoso artista en el restaurante que frecuentas (tenía un gran parecido con el actor de “Misión Imposible”, pero alto); era su sueño hecho hombre. Por un milisegundo, Amalia pensó que sintió su presencia: un aroma a naranja y sol. Pero en ese instante una mujer se adelantó abalanzándose entre los dos. Amalia entró al vagón de prisa, mientras el hombre cedía el paso a la mujer al notar que era impedida, quedándose atrás en la plataforma.
—Stand clear of the closing doors please.
Apenas le dio tiempo a Amalia de entrar y sujetarse de la baranda antes de que cerraran las puertas del vagón detrás de ella. El tren se puso en marcha abruptamente, empujando su vista hacia un anuncio en la pared, el cual mostraba la película de su actor favorito.
A través de la ventana, Amalia alcanzó a ver, por lo que pareció menos de un instante, un hombre parado en la plataforma, idéntico al artista del cartel, alejándose para siempre.