Desde la coqueta, la muñeca de porcelana me devuelve la mirada, la misma de todos los días: melancólica, triste, atrapada… El reloj marca las 10:15 p.m. y pienso en que mañana cumplo quince años.
De repente, la boca de la muñeca es remplazada por una equis negra. Quiero gritar de terror, pero es como si mis labios estuvieran sellados, y mi cuerpo paralizado sobre el colchón. Vuelvo a mirar la muñeca; esta vez su ojo derecho también es una equis. Ahora solo puedo ver por uno… ¿Soy yo la muñeca? Estoy petrificada en mi propio cuerpo, no me puedo mover, no puedo gritar, casi no veo… Solo siento. Solo escucho. Sé lo que se acerca.
La puerta chirría al abrir. Los pasos de unas botas pesadas estremecen el suelo de madera de la cabaña. Él está aquí una vez más. Me sé su olor de memoria. Sin detenerse quita las sábanas que mamá lavó con tanta ternura. Las manos grandes, callosas, me voltean boca abajo. Sin perder tiempo, alzan mi camisón revelando mi ropa interior, que baja tan rápido que escucho
cómo la tela se desgarra un poco. La hebilla de una correa hace ruido al caer; un ruido que siento estridente porque sé lo que pasará. El cuerpo grande y robusto de papá me aplasta… “Mi muñequita”, susurra… y de nuevo siento un dolor horrible en mi parte trasera. Nadie ha tocado la florecita, mamá, no tienes que preocuparte.