El tambor que me salvó, de Paula Sofía Nuñez Mattei

"Estaba dentro del cuadro, en un mundo borroso, pero vibrante, como si cada línea y brochazo tuviera vida".

Andrés era el nene más cool del salón, o por lo menos eso pensaba él. Siempre con los tenis más duros, el fade fresquecito y los audífonos puestos a todo volumen. No aguantaba a sus compañeros de clase: que si uno con las orejas llenas de pines de anime, el otro leyendo manga en plena guagua escolar, y la nena que hablaba con sus peluches. Todos eran “otakus”. ¿Qué carajo hago yo aquí?, pensó, bajándose de la guagua frente a la Casa de la Plena en la Goyco.


La maestra Luisa los recibió con una sonrisa de esas que huelen a incienso y palo santo. Andaba descalza, con una falda larga, y les dijo que abrieran su “chakra cultural”, pues iban a tener una experiencia transformadora.


—Andrés, sácate esos audífonos, por favor. Aquí venimos a conectar, no a desconectarnos —le dijo con una voz suave, pero con ese tono que uno sabe que va en serio.


Andrés bufó, le viró los ojos y se los quitó. Puñeta, pensó.


El maestro de plena, Carlos, un tipo con una energía cabrona, les empezó a enseñar sobre la plena: que si el seguidor, el punteador, el requinto, y hasta el guicharro, que parecía un rallador de queso con ritmo. Andrés se quería ir, a él realmente no le importaba nada. Los nenes estaban envueltos, algunos hasta bailaban, pero Andrés solo esperaba que acabara. Cuando terminó, sin decir ná, se puso los audífonos de nuevo y caminó por su cuenta por la Casa de la Plena.


Ahí fue cuando la vio.


Colgando del techo, casi escondida, había una pandereta vieja, una plena olvidada. Estaba justo frente a un mural con una obra de Rafael Tufiño que decía “La Plena”. Había algo raro, algo mágico, en esa plena. Andrés la agarró y, sin saber por qué, empezó a tocar los ritmos que Carlos había enseñado.


Pum-pá… tán-tán… guí-guiii…


De repente, ¡AY! Todo se volvió colores y sonido. Cuando abrió los ojos, ya no estaba en la Goyco. Estaba dentro del cuadro, en un mundo borroso, pero vibrante, como si cada línea y brochazo tuviera vida.

Allí empezó su odisea.


Primero llegó a un pueblo triste, lleno de casas cerradas y gente con miedo. Una viejita le explicó:


—Nos están matando a las mujeres… Hay una maldición. Solo la plena puede salvarnos, pero nadie aquí ha podido romper la maldad.


Andrés, aunque cagao, se armó de valor, agarró su plena mágica y tocó “Santa María” como Carlos enseñó. Mientras tocaba no podía creer lo que estaba pasando, era como si estuviera en una película, por lo tanto, entendió que él era el supuesto escogido para salvar a esa comunidad. Poco a poco las luces del pueblo volvieron, los mameyes se alzaron y la gente bailó.


Andrés sintió algo… como orgullo.

Ay no, yo soy ese personaje que tiene que aprender algo. Me cago en diez. Yo no puedo creer esto, pensó, menos molesto.


Más adelante, entre unos montes, se enfrentó a un caballo negro, con ojos rojos y espuma en la boca. Poseído. Cuando el caballo se lanzó contra él, Andrés tocó “Temporal”, con el corazón en la garganta. Él sinceramente no sabía qué hacía, pero como todos los personajes en las películas o libros que pasaban por un viaje con el arte, solo tocó y dejó que el ritmo siguiera. El
ritmo calmó a la bestia, que se convirtió en un caballo blanco y lo dejó seguir.


Finalmente, llegó a un campo abierto donde lo esperaba una figura verde, brillante, flotando en el aire. Era como un espíritu antiguo de la plena.


—Pa’ salir de aquí tienes que crear tu propia plena, chamaco. Una que diga tu historia, tu despertar —le dijo la figura con voz profunda.


Andrés respiró hondo. Pensó en todo lo que había visto, sentido, aprendido y pensó que seguramente este era el último reto por la regla de tres en los cuentos. Y tocó:


Yo era un nene sin rumbo, vacilón sin corazón,
con mis audífonos puestos sin conexión.
Pero el tambor me llamó, me metí en la tradición,
ahora toco por los míos, full con convicción.
Santa María me enseñó a no quedarme callao,
a luchar por lo justo y lo que me han quitao.
Soy parte de un ritmo, que vibra en resistencia,
herencia de lucha, cultura en pulsación.


Cuando terminó de tocar, una fuerte luz lo envolvió, y ¡RAFF! Estaba otra vez en la Goyco. Su audífono derecho estaba tirado en el piso del salón. Solo habían pasado como quince segundos desde que comenzó el taller de batás de la actividad de aprendizaje.

Carlos, que lo había visto en el rincón, le dijo:


—Aquí fue donde tocaste el alma del tambor —decía con una sonrisa acordándose de cuando su papá le enseñó a él también a tocar.

La Goyco siguió viva. Gracias a un nene que un día se creyó demasiado cool pa’ escuchar, pero que terminó oyendo lo más importante: el latido de la cultura de su propia isla.

La.Corcheta
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