El ojo de Iris, de César A. Carballo Vega

“Amarran lo que no se llevó el viento, tallan recuerdos en madera vieja, clavan esperanza entre los escombros”.

Al amanecer, vuelve a dar vuelta.


Mía es saludada por la mañana con el sonido de batacazos. Hoy será otro día. El agua hierve para el café con sabor a óxido. Pronto recibe un mensaje de voz automática que le recuerda el pago de una deuda, por una casa que ya no existe. Sale y saluda a Iris, con su pared de vientos. —Está igual que siempre —piensa Mía en voz baja.


Mía, la pobre Mía, amarra por quinta vez el techo de zinc que el viento se llevó hace tres ciclos. El planeta Tierra es ajeno a la masa de escombros donde vive el pueblo, dentro del ojo del huracán Iris. Sin ayuda de pueblos distantes. Perdido en un hoyo.


Milagrosamente, se encuentra con su querido. El mismo que alguna vez le hubiese presentado a quien sea con un: “Ella es Mía”, seguido de una risa y una palmadita. Eso es lo primero que piensa de él cuando lo ve, sin saber por qué enfocarse en esa memoria distante. Tal vez lo encuentra un poco nostálgico. Ni modo, por eso todavía se ven. Tratan de refugiarse en los
brazos fríos de cada cual y en las memorias de su pasado común. El tipo de memoria que no recuerdas si fue tan buena o tan mala en su momento, pero todavía tratas de volver a ella. Amarran lo que no se llevó el viento, tallan recuerdos en madera vieja, clavan esperanza entre los escombros.


El acuerdo entre ellos no beneficia a ambos. Al estar conectados por el pasado, el presente los abruma. A ella no le gusta cómo le habla, cómo la coge, cómo piensa. Se queda espaciada, con el terror afuera, cuando él le habla. Escucha cómo la vaca del vecino cae contra su pared. El chiflido de Iris es inescapable.


Y vuelve a dar vuelta: otra discusión. Un diálogo no puede terminar bien si ambos recipientes no saben comunicarse. Este es el programa favorito de Iris.


—Quiero irme, quiero salirme de este jodido escándalo. Que me lleve el viento y que haga lo que quiera de mí. No puedo seguir peleando. No puedo. No puedo.

Él le dice que si se quiere ir, que se vaya. Y ella le hace caso.


Pisando en los cascajos que le forman cicatrices. Elevada, atrasada, aplastada por la brisa infinita. Cuando se encuentra de nuevo con el piso, lo toca con las rodillas. Se había perdido en su espacio y su tiempo. Vuelve a pensar en la pelea y trata de regresar. El refugio de ellos ya no está, y lo único que encuentra de su querido es la parte que tenía los pantalones. Se ajusta
y responde:

—Nada de lo que hice importará, y nada de lo que pensé voy a pensar. Y me alivia, porque pienso en el sol descendiendo y terminando con todo esto. Pero abro los ojos y vuelvo a enfrentarme con el espectáculo. Y sigo así.


Vuelta y vuelta, chocón tras chocón.
Mañana será otro día.

La.Corcheta
La.Corcheta
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