La paciencia siempre fue inculcada en mi niñez. Aprendí a esperar mi turno, a no llorar cuando algo no se me daba al momento, a estar tranquila en las grandes filas del supermercado. Para mí, era una virtud, no algo que se convertiría en parte de la cotidianidad puertorriqueña. Al crecer en la isla, entendí que todo puertorriqueño ha desarrollado el arte de esperar. Esperamos el regreso de la luz a nuestros hogares, un mejor gobierno, oportunidades de empleo, una mejor economía, un buen sistema educativo; esperamos el cambio.
Hace un tiempo, leí el ensayo de René Marqués “El puertorriqueño dócil”, y a pesar de resoplar al leer algunos de sus puntos, comprendí que debido a nuestra historia colonial y las difíciles condiciones socioeconómicas, hemos aprendido a ser pacientes. Incluso, a veces sumisos ante las adversidades y la falta de cambios significativos. Nuestra virtud se convirtió en nuestra única manera de sobrellevar nuestro día a día. Con gran paciencia nos levantamos cada mañana deseando que sea un día más cerca del cambio. Mas, en las noticias solo vemos la gran cantidad de hermanos que tuvieron que emigrar, irse lejos de la intolerable espera. ¿Y quién los culparía? Aunque a veces nos disminuye las ganas de seguir luchando, entendemos su partida.
Según Irizarry Mora (2023), la emigración de los puertorriqueños no solo se debe a la falta de empleo, sino también a las bajas oportunidades salariales en la isla, la creciente desigualdad y la falta de una estrategia de desarrollo económico que beneficie a las familias de ingresos bajos y medianos. Entonces, la paciencia no solo ha sido una virtud, sino también una necesidad impuesta por las circunstancias. Sin embargo, esta paciencia va derramando sus últimas gotas con las nuevas generaciones. El joven puertorriqueño ha visto el declive de su hogar, la incertidumbre en el rostro de sus padres cuando no saben cómo les afectará la decisión del gobierno esta vez, la falta de recursos en sus escuelas y la poca humanidad de los políticos en momentos de desastres. La paciencia que se le había inculcado en sus infancias, ahora es sinónimo de resignación.
Es resignarse a un mejor futuro, uno en el que no deban preguntarse si podrán quedarse en su isla o deberán partir, uno en el que no le roben sus playas, en el cual puedan tener oportunidad de crecer profesionalmente. Es no tomar la situación por las riendas y demandar la justicia que tanto hemos reclamado a lo largo de los años. Es aquí donde el adulto conformista mira al joven puertorriqueño como un rebelde. Se preguntan por qué tanto alboroto, ¿por qué no continuar con la misma creencia? Porque queremos un país donde el bienestar no sea privilegio de unos pocos, donde el trabajo sea justamente remunerado, donde la educación y la salud sean accesibles para todos. Un egresado de la Universidad de Puerto Rico afirma lo siguiente:
Contrario a las generaciones ancladas del bipartidismo, la generación universitaria del milenio no usa la crisis de Puerto Rico para sacar beneficios partidistas. Esta generación es coherente, es notable y busca progreso y estabilidad sin valerse de estrategias partidistas decadentes. Su agenda es sencilla, tiene pasión y la verdad. (Diálogo, 2017, párr. 9)
El arte de esperar en Puerto Rico ha sido constante, casi como un hilo invisible que atraviesa generaciones. Como puertorriqueños tenemos la obligación de dejar esta acción atrás, de comenzar a implementar espacios donde otorguemos las oportunidades que el gobierno no ha ofrecido, de destacarnos en nuestras pasiones y en ellas denunciar las injusticias. No podemos seguir esperando soluciones de quienes han demostrado indiferencia ante nuestras necesidades. Es momento de tomar las riendas, de construir alternativas desde la comunidad, de educarnos y organizarnos para forjar el país que merecemos. Porque si algo ha demostrado nuestra historia, es que el cambio no llega solo.